Empezaban a alargarse los días de marzo. Yo, después de una operación en la rótula que me postró escayolado 25 días, podía dar mis primeros paseos con muletas. En uno los iniciales me encaminé hacia la biblioteca municipal de la plaza de Maguncia, en Valencia. Comencé a rebuscar en las estanterías y me topé con El sueño de África. Me llamó la atención la imagen femenina saltando descalza sobre un fondo policromático de mar en encrespado oleaje.
Miré el nombre del autor: Javier Reverte. No me sonaba. Leí
la contraportada y decidí sentarme en una de las sillas de la biblioteca,
apoyar el libro sobre una mesa y empezar a leer. Pronto me conquistó la
capacidad del autor para sumirte en la dinámica de las dos historias paralelas
que narraba y que constituía su signo de identidad: la suya y la de los
personajes históricos que le antecedieron en los lugares que pisaba.
Durante mi larga rehabilitación, que se extendió tres meses
en la primavera de 1999, acudir a ese centro de lectura se convirtió en una
agradable rutina. Así devoré El sueño de África, Vagabundo en África y Los
caminos perdidos de África, la trilogía de Javier Reverte sobre el continente
vecino de España. Con sus vivencias, sus diálogos, el traqueteo de los
autobuses o la masificación de los barcos que con tanto acierto describía, te
trasladabas mentalmente junto a Reverte.
Podías sentir la pringosa humedad del ambiente, las nubes de
mosquitos que lo envolvían, disfrutar del sosiego que experimentaba o de los
fascinantes paisajes, participar en las conversaciones que tanto te descubrían
de los personajes con los que se topaba, tomar notas, …incluso soñar. Y, a la
vez, leer las historias de personajes ya míticos como Livingston, Stanley,
Pedro Páez y un larguísimo etcétera.
Con Javier Reverte vivías los viajes desde su experiencia,
contemplabas los lugares desde su mirada, y respirabas aromas embriagadores u
olores hediondos, porque te lo contaba implicándote. Tenía ese don tan
admirable en un escritor. Te sentías parte de la historia.
Desde aquellas lecturas africanas he seguido con mucho
interés cada publicación suya. Estaba entre esa terna de escritores (Valerio
Máximo Manfredi, por ejemplo, es otro), que me inducen a acercarme
continuamente al estante con su apellido en las librerías para saber si ha
llegado alguna novedad en forma de libro.
De esta forma he descubierto, a la usanza de los antiguos
exploradores, el río Yukón siguiendo las andanzas de Reverte en El Río de la
luz, he padecido con él los efectos de la malaria en el Amazonas con El Río de
la desolación o he notado entumecer mis extremidades pasando las páginas de En
mares salvajes: un viaje al Ártico.
También he disfrutado con su faceta menos aventurera en lo
que a acción se refiere, con la recopilación de canciones y visitas a pub en
Canta Irlanda. O me he instalado durante unos meses en la ciudad más
cosmopolita de Estados Unidos leyendo Nueva York, Nueva York. Con Un verano
chino he sentido colapsar mi olfato con su descripción de la porquería que
flota en los ríos del mastodonte asiático. Y ni que decir tiene del placer de
viajar con Javier Reverte por el mar Egeo con Corazón de Ulises.
Y así en cada una de sus obras. O en casi todas, porque Un
otoño romano me pareció más un libro de encargo, casi incluso de recetas
gastronómicas.
Veinte años siguiendo sus lecturas y no pude escucharlo in
situ hasta hace algo más de uno, cuando en 2019 pronunció una conferencia en
una concurrida sala del paraninfo de la Nau de la Universitat de València. La
visión de Reverte, sus palabras, lo que contó de su discusión con Hacienda,…,
ya formaban parte de otra historia. Quizás más banal. O más propia de una época
de mayor introspección en su vida.
Yo, supongo que como gran parte de su legión de lectores y
sus múltiples cohortes auxiliares, nos quedamos con todo lo que nos ha hecho
vivir sin visitar, con lo que ha logrado que nos emocionemos sin estar. Con la
inmensa aportación de información, historias y experiencia que nos han
reportado sus viajes. Porque, de alguna forma, te hacía sentir que caminabas a
su lado. Como le ocurrió a Ulises, personaje cuyos pasos siguió hasta la Ítaca
natal del héroe de Homero, Javier Reverte
ha logrado transcender a su época y convertir su legado (en su caso, literario)
en inmortal.
Este artículo, escrito tras el fallecimiento del escritor, me lo ha publicado www.soloqueremosviajar.com
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