El Partido Popular ha centrado su estrategia electoral. Si
en la campaña del 20-D la diversificó criticando a sus rivales, subiéndose a la
atalaya de una recuperación económica que gran parte de la población no percibe
y ni mucho menos siente como propia y ensimismado en la burbuja del poder, en
la del 26-J la ha focalizado en apelar al miedo a los ´ismos´.
Con una disciplina propia de una ´testudo´ romana, todos sus
cargos se esfuerzan en reiterar que cualquier voto no dirigido al PP derivará
en un crecimiento del populismo, comunismo o, en la Comunidad Valenciana,
catalanismo. Con ese argumento pretende seducir emocionalmente al cotizado sufragista
de centro, el que puede votar o votó a Ciudadanos y aquel que, dependiendo del
contexto y su estado de ánimo, se inclina por PSOE o PP. Incluso a
simpatizantes de izquierda moderada que sienten aversión por Podemos.
Mientras, los socialistas, con una embarcación que naufraga
y desde la cual ya se lanzan en salvavidas algunos de sus cargos, tratan de
superar el ninguneo del PP sacando un pecho cada vez menos pletórico y
debilitado por divisiones propias y encuestas ajenas. Las expresiones ´vamos a
ganar las elecciones´ o ´gobernaremos´ proferidas por boca de Pedro Sánchez suenan
tan vacuas para gran parte del electorado como lo resultaban hace unos meses,
en la anterior precampaña, los grandilocuentes mensajes de Mariano Rajoy
respecto a los ingentes logros económicos y de mejora de vida que él –siempre
en primera persona- supuestamente había conseguido para los españoles. No
llegan. No calan. Carecen de credibilidad.