Se hallaba sumido en una profunda meditación. Por lo menos así nos lo parecía tanto a nosotros como a una familia que visitaba la iglesia. Ninguno nos atrevíamos a proferir más que susurros. No queríamos alterar ni un ápice su estado. Él permanecía arrodillado en segunda fila, con las manos entrelazadas sobre el reposadero del banco y la cabeza hundida entre ellas.
De pronto escuchamos el sonido de un teléfono móvil. La familia y nosotros nos miramos atónitos. ¿Quién osaba? Pero la sorpresa se convirtió en estupefacción cuando el feligrés meditabundo se levantó de manera apresurada, extrajo el portátil de su bolsillo y salió a trompicones del templo mientras repetía “¿si?¿si?”.
Al poco volvió, pero nuestra consideración por su recogimiento ya no era la misma. Sus intentos por buscar la paz interior habían chocado con su incapacidad para silenciar o, como mínimo, no atender su teléfono. La dependencia material se impuso a la espiritual. Vamos, no tuvo la mínima duda.
Artículo publicado el pasado miércoles 27 de abril en la edición valenciana del diario 20 minutos.
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