La comunicación de las instituciones y, sobre todo, la que
aplican y desarrollan sus responsables públicos, constituye una de las bases
sobre las que se sustenta la transparencia. De que se produzca con asiduidad y
eficacia depende en buena medida alcanzar el objetivo cada vez más demandado de
disponer de un gobierno abierto. De lo contrario continuaremos sumidos en la
opacidad que caracteriza la gestión de buena parte de las acciones de los
responsables políticos en su esfera pública.
El proyecto de la Ley de Transparencia, Acceso a la
Información Pública y Buen Gobierno que está a punto de aprobar, ligeramente
enmendada, el Congreso con la mayoría del PP, establece literalmente que las personas físicas
o jurídicas que ejerzan potestades administrativas “publicarán de forma
periódica y actualizada la información cuyo conocimiento sea relevante para
garantizar la transparencia de su actividad”. Ese matiz de relevancia queda,
hasta la fecha, tamizado por los intereses propios de los responsables
públicos. Deciden ellos aquello que resulta relevante desde su punto de vista.