Hace una década decidía quién entraba y quién se quedaba con
las ganas en algunos de los locales nocturnos más afamados de Valencia. No le
temblaba el pulso ni para decir que no ni para obsequiar con una sonrisa
displicente al que concedía su plácet. Ahora, ya sin apenas canas que peinar,
ejerce de tío entrañable que a diario acompaña a sus sobrinos al colegio.
Cada uno toca un instrumento diferente en una esquina de la
ciudad. Ambos, además de alegres melodías, dedican una sonrisa y un saludo a
quien pasa a su lado. A las ocho de la mañana se encaminan juntos a su espacio
laboral. A mitad de recorrido se separan con una carantoña cómplice deseándose
suerte. Hasta la noche.
Ya no aguarda fumando en aquel portal, luciendo su elegancia
innata, a que empiece su jornada. De hecho, se acabó ese trabajo. Y su rastro
se perdió. Los cuatro forman parte del repertorio de convecinos con los que se
cruzaba cada mañana. Sin conocerlos personalmente hilvanaba sus vidas.
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