“Aunque no viva en este mundo, yo siempre seré hijo de Valencia. Que vivan tranquilos. Mi protección no les faltará jamás”. San Vicente Ferrer, posiblemente el santo valenciano más recordado y apreciado, pronunció estas palabras, entre otras, a modo de epitafio, poco antes de fallecer en 1419. Dejó el marchamo de sus milagros presididos por su dedo alzado, el ejemplo de su capacidad de pacificación y mediación y la semilla de una fiesta.