En octubre de este año Ferrocarrils de la Generalitat
Valenciana (FGV) celebrará el trigésimo aniversario del inicio del servicio del
metro en la ciudad. Valencia quedó engarzada por sus vías, en 1988, con Bétera,
Picanya o Llíria. Este servicio transformó la comunicación terrestre en la
metrópoli y en gran parte de su entorno y la equiparó a la existente en las
principales ciudades europeas. La urbe podía presumir de ese incipiente
servicio, de estaciones nuevas y limpias con un mostrador atendido para
informar al cliente y venderle billetes, y de una infraestructura en expansión.
Treinta años después FGV parece haber quedado anclado en vía
muerta. ¿Cuál es la situación actual? El panorama al que se enfrenta el usuario
cuando se adentra en la estación resulta desolador en muchos casos. Una oficina
desierta, sin atención; algún torno desvencijado debido al creciente número de
usuarios que impunemente lo fuerza para pasar sin pagar; cubos de plástico en
los pasillos para recoger el agua que cae por las goteras del techo, llueva o
no.
Más todavía. En estaciones céntricas como Alameda, próximas
a un enclave turístico autóctono de la envergadura de la Ciudad de las Artes o
las Ciencias, que funcionen las escaleras mecánicas y los ascensores constituye
una cuestión aleatoria. Hay días en que sí y otros en que no, de manera
intermitente y sin carteles que adviertan de averías ni de próximas e
hipotéticas reparaciones.
Una vez abajo, en el ´averno´ autóctono, a determinadas
horas e incluso en estaciones más concurridas en periodo diurno, la sensación
de soledad invade el lugar. De hecho, existen usuarios que evitan subir o bajar
de noche en algunas de las paradas con menor tránsito. O que piden a algún
familiar cercano que se acerque a recogerlos por el temor que inspira ese
abandono, esa carencia de profesionales de seguridad, de alguien en taquilla a
quien recurrir en caso de emergencia. Nadie. Solo desconocidos sin
identificativos, si los hay, que se montan o descienden en la misma parada.
En los inicios del metro resultaba extraño el trayecto en el
que no pasara el revisor para solicitar billete a cada usuario. Hoy esta
situación se ha convertido en un anacronismo. Hace una semana me sorprendió la
presencia y actividad de uno. Creo que no lo recordaba desde los años de
universidad. La consecuencia más inmediata: la impunidad reseñada
anteriormente, los tornos forzados o la utilización de un billete para que
entren varias personas a empujones.
En la práctica, una cantidad incalculable de euros perdidos
por FGV que, recordemos, se trata de una empresa pública amparada por la
Conselleria de Vivienda, Obras Públicas y Vertebración del Territorio. Por lo
tanto, sus pérdidas son las de todos los valencianos. ¿No compensaría ampliar
el servicio de seguridad o pagar la nómina de más personas de atención al
cliente?
Si la sensación de desolación afecta al autóctono,
desgraciadamente acostumbrado, ¿qué impacto puede causar en el foráneo? ¿Qué
opinión genera en el visitante que compra su billete en el aeropuerto y baja en
la citada Alameda, o en Ángel Guimerá, por el lado de Palleter, por poner
algunos ejemplos céntricos y concurridos?
No tiene a quién consultar para preguntar por un destino,
comprar su billete o informarse sobre el descuento que le reportara la tarjeta
Móbilis. Salvo que tenga la suerte de salir por Colón, por la entrada de
Fernando El Católico en la estación de Ángel Guimerá, por Patraix y por pocas
paradas más. Si cae en 9 d´Octubre, Safranar o Machado, por introducir ejemplos
de estaciones con relativo público y no alejadas del centro, ya puede olvidarse
de esa consulta.
Y una vez en el andén, llega la principal incógnita. ¿Cuándo
pasará mi metro? La devastadora huelga de cuatro meses, entre septiembre y
diciembre, ha acabado con la marchita confianza del usuario. También ha
extendido la incertidumbre y los retrasos, aunque teóricamente haya terminado
ya esa protesta. Para quien acude justo de tiempo a su lugar de trabajo o
universidad, dos minutos arriba o abajo tienen una importancia más que
relativa. Suponen perder ese metro y tener que esperar 10 o 15 minutos más a
que pase el siguiente. Y llegar tarde a su lugar de destino.
Otra circunstancia que se repite en estaciones que acogen
varias líneas: el panel anuncia la llegada del metro con un destino, pongamos
Llíria, y a los dos minutos el que se dirige a Marítim, por jugar con otro
ejemplo cotidiano. No obstante, aparece primero el de Paterna ante un usuario
confiado en lo que ponía en el rótulo de la estación. ¿Qué ocurre? Que si no se
fija en el luminoso de los vagones, por la inercia de la primera información se
sube en el tren equivocado.
Podría extenderme con muchos más ejemplos, ahondar en el
deterioro de los bancos de espera, en la suciedad en los andenes, en los
desconchados de las paredes, en las eternas promesas de ampliación de líneas y
frecuencias de paso … y en un largo etcétera. Las decenas de miles de usuarios
que sufren a diario esta situación ya la conocen, aunque los responsables
políticos aparentemente la ignoren. Ni el presidente de la Generalitat ni la
consellera correspondiente parecen inmutarse ante este deterioro. Esta última
se limita a anunciar un plan de inversiones. 30 años después del inicio de FGV
y tras dos años y medio de gestión del actual Consell. Tampoco el resto de
partidos en Les Cortes demuestran alterarse.
Aunque pase por el subsuelo valenciano, el metro forma parte
de la realidad cotidiana de la capital y de su entorno, de la existencia de
miles de usuarios que sufren estas deficiencias en silencio, enganchados en
muchos casos a sus teléfonos móviles. Y que recibirán su convocatoria electoral
para participar en los comicios autonómicos y locales del último domingo de
2019. También aporta valor (o devalúa) a la marca turística València y
contribuye a la opinión que genera la urbe en los turistas que la visitan.
Artículo publicado este domingo en EsdiarioCV
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