Las distancias no son excesivas, pero parece que nunca se llega al destino, sobre todo al final del otoño, cuando los días acortan. Torcemos curva tras curva para observar, después de los siguientes giros, alguno de los pueblos de las Alpujarras granadinas que se asoma con su blanco deslumbrante cual faro a la caída del sol.
Nuestro punto de partida está trazado en Bérchules
simplemente porque en su término municipal, en un cortijo atrapado en el parque
natural de Sierra Nevada, estamos alojados. Iniciamos la ruta en dirección a
Pampaneira, municipio cuyo casco urbano forma parte del selecto club de Los
Pueblos más bonitos de España.
No obstante, antes realizaremos varias escalas. La primera,
porque la fama de su jamón le precede, en Trevélez, un topónimo en el que la
ubicación del acento no siempre queda clara. Al igual que otras poblaciones de
las Alpujarras, cuenta con su barrio alto, su barrio medio y su barrio bajo.
Como la mayoría, trepa en la montaña y sus sinuosas calles suben y bajan sin apenas
descanso para el peatón ni hueco en muchos casos para el vehículo.
Los locales de venta de jamón se arraciman en torno a la
carretera, donde no queda más remedio que dejar el coche en uno de sus
laterales. Vale la pena comparar precios, porque la diferencia puede ser del
doble. En nuestro caso, nos hemos inclinado por un local más familiar y
recogido para hacer la típica compra de unas lonchas de jamón. También hemos
adquirido mermelada de higo y de queso flotando en aceite.
Recreación de esculturas de cerdos y jabalíes se encuentran aposentadas en las principales calles. Donde en otros municipios destacan los rostros inmortalizados de personajes ilustres, en esta población cercana a la cumbre del Mulhacén resaltan al animal de cuya matanza salen sus reputados jamones.
Hecha la parada turística en la cuna del manjar, seguimos
por la A-4132 hasta Pórtugos, ya que justo al inicio de su casco urbano se
encuentra la ermita de las Angustias con su fuente agria. El nombre dice
bastante del agua que suministra, aunque quizás no sea el adjetivo más adecuado.
Cuando colocas tu boca debajo de uno de sus caños -o llenas una botella- y
dejas que el líquido corra por tu boca, sientes como si estuvieras chupando una
barra de hierro oxidado. Tal cual, porque el agua destaca por ser muy
ferruginosa; de hecho, se distingue por su color rojizo.
Con ese regusto amargo que tarda en abandonarte, atraviesas
el paso de peatones y desciendes por la escalera que conduce hasta El
Chorrerón, la pequeña cascada por la que da un salto de unos cuatro metros el
cauce de tan singular agua. Arriba, un grupo de hippies alpujarreños vende
desde caquis de aspecto poco reluciente hasta pendientes.
Continuamos por la misma carretera, pasamos por el balcón de
Pitres y sus vistas de las Alpujarras, el territorio montañoso que vivió las últimas
revueltas de moriscos contra cristianos, hasta la siguiente etapa: Bubión. El
pueblo, en el que resulta ya difícil aparcar por la proliferación de visitantes
y la escasez de aparcamientos, tiene el mismo aire que sus convecinos, casas
blancas insertadas en calles escarpadas con desniveles. A esto suma una coqueta
plaza de la Iglesia copada por mesitas de bar y desde la que sale un sendero de
algo más de un kilómetro que lleva a Pampaneira.
Asumimos el reto. Dejamos el coche en Bubión y emprendemos
esa ruta pedregosa y sumamente resbaladiza en sus primeros cien metros. El
camino conduce desde la cima de Bubión hasta la de Pampaneira, que se halla
situada a un nivel bastante inferior. Por tanto, en la ida predomina la bajada
entre charcos y rulos y a la vuelta primará el ascenso escarpado.
La opción vale la pena. Si en Bubión resultaba difícil
aparcar, en Pampaneira la tarea se transforma en prácticamente imposible. Del
todo en el casco urbano, y desde un kilómetro antes y otro después de que
finalice hay vehículos estacionados en la carretera. Tanto es su tirón
turístico en días festivos.
Ciertamente la localidad merece la pena por sus calles
acicaladas, sus pórticos, el agua que corre por una especie de surco que marca
el centro de algunas de estas vías urbanas peatonales y que le confiere un
encanto singular. Comercios con gusto alternan con restaurantes que sirven
platos contundentes como migas o codillo alrededor de la plaza de la Iglesia.
Todo parece cerca, aunque como las calles sube, bajan y se desvían justo cuando
parece que vas a alcanzar tu objetivo, realmente no lo está tanto. Requiere de
ascenso y descenso que abre el apetito y ejercita las piernas. La fuerza de las
Alpujarras.
Un pequeño retroceso para subir hasta Capileira, el segundo
municipio más elevado de Andalucía (tras el antes citado Trevélez), cuyo
nombre, en latín, ya anticipa su altura. También se halla repleto de
visitantes. En prácticamente todos los casos se trata de cascos urbanos que
penden de la montaña, con calles peatonales y en los que únicamente se puede
aparcar en laterales o entrantes de la carretera, donde emergen abarrotados
aparcamientos públicos.
Casas blancas, comercios, la plaza de la iglesia… el día
empieza a diluirse. El sol desaparece y el aire frío alpujarreños arrecia. Las
temperaturas caen en picado de unos 15 grados a seis. Al igual que la cercana
Pampaneira, forma parte del exclusivo grupo Los Pueblos más bonitos de España.
Estamos a 50 kilómetros de distancia del alojamiento, que
tardaremos más de una hora en recorrerlos. Retornamos y la noche se precipita
sobre las montañas antes de que pasemos por Cádiar, un hito en el camino que
limitamos a transitar junto a la fuente del vino. Quizás no hayamos valorado
bien su encanto. El viento gélido quita las ganas de pasear. Es noche cerrada.
Tiempo para volver a Bérchules a cenar en el único local abierto: el Mirador.
Aunque el servicio funciona de manera algo anárquica, tiene una carta amplia.
Puedes leer también la crónica en la web viajera www.soloqueremosviajar.com pinchando este enlace
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