Lanzarote, llegada en barco de la compañía Armas en poco más de media hora, recogida del coche de Cicar en el mismo muelle (esta vez un Opel Corsa) y desplazamiento desde Playa Blanca hasta Puerto del Carmen, donde nos alojamos en el hotel Montana. Por desgracia para el negocio turístico, la situación actual provoca que el servicio de recepción únicamente abra de ocho de la mañana a cuatro de la tarde y que la ocupación ronde más o menos una cuarta parte de su capacidad.
Se disfruta de un ambiente relajado, ni mucho menos
masificación, en el entorno del paseo marítimo, plagado de restaurante y
alojamientos cuyo negocio es el turismo. En Puerto del Carmen existe una playa
enorme que luce la elocuente denominación de Playa Grande y otra diminuta que
también hace honor a su nombre: Playa Chica.
En la oficina de turismo (la del paseo en Puerto del Carmen
abre de 10 a 18 horas, aunque los horarios en las diferentes poblaciones
resultan muy variables y en muchos casos cierran por las tardes) nos informan
sobre la zona, y después de comer algo rápido y contundente en nuestro hotel
gracias a la polifacética recepcionista/cocinera, vamos a Arrecife, la capital,
a una docena de kilómetros. Sopla bastante viento, aunque un par de personas
nos comentan que en Fuerteventura lo hace con más fuerza. Supongo que irá a
días, o a percepciones, porque en la estancia anterior en Fuerteventura no
notábamos estas fuertes ráfagas.
Arrecife
En Arrecife aparcamos en un enorme solar habilitado para este
servicio, con su equipo bien organizado de ´gorrillas´ (el precio ´oficial´ nos
comentaron en la oficina de turismo que es de un euro), junto al charco de San
Ginés, un pedazo de mar interior, separado del exterior por un puente, y donde
reposan decenas de pequeñas embarcaciones de pesca. Precioso al atardecer.
A poco más de 200 metros en dirección al centro se encuentra el castillo de San Gabriel, pequeño y cerrado, y al que se accede por medio de dos puentes, uno de ellos –el señalado con la dirección de museo- dispone de puerta de madera levadiza. Esta fortificación se halla situada ya dentro del mar, unida a la isla por esos citados puentes. Apreciar los cañones exteriores y divisar el horizonte oceánico constituyen los mayores atractivos de acceder a este castillo, uno de los escasos existentes en la provincia de Las Palmas.
Justo frente a la edificación defensiva, ya en el casco urbano,
se alinea la calle comercial. Hoy nos topamos con una protesta animalista, con las
personas asistentes y sus animales de compañía. Detrás, la singular iglesia de
San Ginés. Más que el templo, que en Canarias no dicen mucho comparados con los
románicos riojanos o burgaleses, por citar algunos ejemplos (el aludido de San
Ginés data el siglo XVII), llama la atención la barriada que lo circunda, de
casas blancas y calles en declive, que retrotrae en la memoria a la Habana
vieja.
Regreso bordeando el Charco de San Ginés, pero por el
lateral de restaurantes y locales, y, ya con el coche, pasamos por la Marina,
una amplia zona recreativa y de paseo pegada al Atlántico. Y a la vuelta,
compra rápida en Spar. Esa cadena e Hiper Dino dominan el abastecimiento de alimentación
isleño, con algún Mercadona como competencia.
Comienza el segundo día en Lanzarote con una caminata
madrugadora por el paseo marítimo, por Playa Grande, Playa Chica, Varadero o
puerto pesquero y el inicio de un sendero entre acantilados que conduce hasta la
población de Yaiza y desde el que puede disfrutarse de una buena panorámica de
Fuerteventura y Lobos, islote majorero denominado de ese modo por los leones
marinos que lo habitaron.
La visita a Timanfaya
Y después del paseo llega el momento de visitar el principal
emblema de Lanzarote, el Parque Nacional de Timanfaya y su Ruta de los
Volcanes. Eso sí, con paciencia. Antes de alcanzar la taquilla hemos de esperar
a que vaya fluyendo una cola de unos ochenta coches. Cuando llegas a la caseta,
pagas bajando la ventanilla (12 euros la entrada de adulto, seis para niño) y
con tus entradas avanzas un kilómetro más hasta toparte con otra cola. Esta
última avanza a medida que van abandonando coches el aparcamiento, ya que nos
lleva hasta este último, para entrar al cual hace falta aguardar en una tercera
cola.
En total, unos 50 minutos para dejar el coche y subir al
autobús que conduce por el recorrido. No puedes ir por tu cuenta. Después
comprobaremos que sobre las 15 horas las colas se reducen bastante hasta
prácticamente desaparecer. En nuestro caso nos hemos plantado para iniciar todo
el proceso de esperas pasadas las once de la mañana.
El autobús en seguida se llena a rebosar. No existe
limitación de asientos. Transitamos por diferentes paisajes amasados por la
lava de la erupción del volcán en 1730, con formas megalíticas polimórficas,
montículos, boca de volcán, supuestos islotes de piedras, el llamado Valle de
la Tranquilidad, algo de vegetación muy residual…, y así durante los 40 minutos
que dura el recorrido en el que no puedes descender del autobús. En este, las
explicaciones sobre lo que ves, en tres idiomas, resultan bastante escuetas
como para ayudarte lo suficiente a apreciar la dimensión de lo que observas.
En cuanto retornas a la base te reclutan para alguno de los
grupos a los que muestran como arde un matojo al introducirse en un enorme
orificio, pasas por una especie de base de barbacoa y notas una enorme subida
de temperaturas y llegas a la atracción estrella, el géiser que brota durante
un par de segundos tras verter un cubo de agua en un agujero en la tierra.
Y de allí te trasladan a la antesala de la cocina, donde
contemplas pechugas y muslos de pollo sobre una enorme parilla que se cuecen
con el calor volcánico. La escena invita a entrar al restaurante circular, con
vistas panorámicas del parque natural (debe de ser uno de los escasos, sino el
único, parque natural español sin un solo detalle de paisaje verde) y a
degustar medio pollo horneado al volcán (14 euros el plato). Desde luego,
jugoso está.
De Yaiza a La Geria
Terminada la visita, nos desplazamos a la cercana Yaiza a
primera hora de la tarde. Quizás por el tremendo calor o por la hora, no le
acabamos de descubrir encanto destacable alguno, por lo que proseguimos hacia
la zona vitivinícola de La Geria, y más en concreto a la bodega Rubicón. Allí
se puede pasear por su viñedos, plantados de uno en uno en arenas con base de
ceniza, introducidos en surcos excavados y rodeados de muretes protectores de
piedra. En desnivel. Y casi todo de la variedad Malvasía. Como la vendimia se
realiza a principios del verano, ya nos encontramos con los viñedos sin sus
frutos, alicaídos. Supone una curiosa experiencia pasear entre las singulares
plantaciones vitivinícolas lanzaroteñas.
La siguiente etapa la constituye el Monumento al Campesino,
una de las más significativas obras del omnipresente muñidor de la arquitectura
isleña, César Manrique. El citado monumento se halla rodeado de un centro de
artesanía, de una exhibición de aperos de labranza o de una gruta que conduce
al salón de banquetes posterior al restaurante. Hoy cenamos en la zona del
Varadero, aunque no acabamos de apreciar la variedad pescatera autóctona.
Tercer día en Lanzarote, que comienza con un itinerario
hacia el lado contrario del paseo en Puerto del Carmen, en este caso en
dirección hacia Arrecife, que me deja muy cerca del aeropuerto. Tiendas y más
tiendas y playas y más playas.
La casa de Manrique y
Teguise
Con el coche recorremos 40 minutos para llegar hasta Haría,
la cuna de César Manrique, con el único objetivo de recorrer su casa museo y
comprender mejor su figura. No obstante, para nuestra tristeza, está cerrada
alegando motivos sanitarios. Este argumento resulta contradictorio, ya que hay
museos abiertos pese a la situación de pandemia y otros clausurados por el
mismo motivo, sin un criterio claro, lo cual desconcierta al visitante.
Vamos a Teguise por el interior. El trayecto resulta
ligeramente más largo por esa vía, pero permite contemplar la isla desde su
cima. Y la visita a Teguise nos compensa en cierto modo de la decepción de
Haría. La localidad, englobada en el club de los pueblos más bonitos de España,
muestra un cuidado casco histórico. Entramos en la casa de los Spínola y
conocemos la tradición de la pequeña guitarra canaria, el timple, popularizada,
por ejemplo, por el grupo Los Sabandeños.
La que fue siglos atrás capital de Lanzarote tiene un
pequeño castillo defensivo en reconstrucción no visitable, la iglesia
parroquial de Nuestra Señora de Guadalupe, del siglo XV, mucho más antigua de
lo habitual en los templos canarios, y tiendas de ropa hippy-pija con clase, al
igual que el encanto de bares y restaurantes ubicados en atractivos recovecos
de las calles. También un museo-comercio de Aloe Vera (Lanzarote es un gran
productor), donde te explican las propiedades de la planta y una leyenda sobre
el origen de su denominación. Posiblemente, por lo visto en este viaje, Teguise
sea el pueblo más bonito de la isla si dejamos al margen el criterio de playas.
Desde aquí volvemos a la bodega Rubicón, la que visitamos
ayer, pero en este caso para comer a la sombra de la arboleda de su preciosa
terraza, entre los viñedos que brotan sobre tierra volcánica. Saboreamos carne
cocinada al estilo isleño con el ineludible acompañamiento de papas con mojo
picón. Todo ello con una copa de Amelia blanco y otra de Rubicón tinto, las
marcas estrella de la bodega. Y con un sabroso pan de semillas de anís.
La frase de Saramago
Y entramos en el cuarto y último día, el de regreso, aunque
todavía nos queda toda la mañana para descubrir más lugares con encanto de
Lanzarote. El paseo matutino me lleva hacia el interior, a la población de
Tías, y, casi en su entrada, al que fuera hogar isleño de José Saramago. Con la
rotonda que luce su nombre y, en su centro, la frase, atribuida al literato,
“Lanzarote no es mi tierra, pero es tierra mía”. Supongo que querría afirmar
que la siente como suya, intuyo tras darle unas cuantas vueltas. Quizás hubiera
sido más sencillo escribirlo así, aunque quién soy yo, un simple periodista,
para corregir o interpretar las sentencias del nobel portugués de literatura.
Después, con el coche, nos trasladamos a tres atractivos
naturales muy próximos entre ellos, al lado contrario de la isla de donde se
ubica Puerto del Carmen. Es hablar de media hora conduciendo. Primero
contemplamos las salinas, cuya silueta destaca el imprescindible César Manrique
en una de sus frases imborrables y que abarca una extensa superficie. En
segundo lugar nos detenemos en el Golfo, una gran charca de color verde a
apenas una veintena de metros del océano azul. Y, a modo de tercera etapa,
avistamos los llamados Hervideros, que consisten en batientes del mar sobre el
acantilado. Todo muy cerca del Timanfaya y, por tanto, transitando por una
carretera rodeada de lava solidificada, a un centenar de metros del Atlántico.
Nos despedimos del hotel donde han tenido el detalle de
retrasar nuestro ´check-out´, dejamos el coche con la rapidez habitual
–simplemente entregando las llaves- en el aparcamiento del aeropuerto y pasamos
el control sin apenas cola. En este caso, al contrario que en la zona M de la
Terminal 4 de Barajas, en la ida desde Madrid a Gran Canaria, sí que están
abiertas todas las tiendas, varias de ellas con una amplia oferta de derivados
de Aloe Vera.
Subimos al vuelo de Ryanair Lanzarote-Valencia, donde no te
ponen gel hidroalcohólico, ni te dan toallitas limpiadoras, y sí venden comida
y bebida a bordo, y nos elevamos para regresar a nuestro punto de partida
después del recorrido por la provincia de Las Palmas.
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