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jueves, 21 de abril de 2022

Por el País de los Cátaros: Montségur, la tumba del catarismo (II)

 Después de un desayuno abundante en el alojamiento, que incluye tarta de manzana y las típicas mermeladas caseras que tanto gustan en Francia, afrontamos el hito más renombrado del viaje: el ascenso al castillo de Montségur, el último bastión cátaro en el que perecieron quemados 225 de estos cristianos ´puros´ o albigenses (por iniciarse la revuelta en la localidad de Albi) tras rendir la plaza después diez meses de asedio, en 1244.

Al contrario de lo que sucede en la mayoría de castillos, a cuya puerta prácticamente puede accederse por coche previo ascenso por terraplén o carretera sinuosa, en el caso de Montségur hay que hacerlo a pie y por una senda escarpada que te hace repetirte mentalmente lo complicado que resultaba conquistar esta fortaleza. De hecho, apenas 500 sitiados aguantaron diez meses a un ejército de más de 6.000 atacantes.

                                           Senda de ascenso al castillo


Son unos 35 minutos de subida y alrededor de 25 de bajada por la misma senda, con lo que en días de mayor tránsito de visitantes hay que apartarse constantemente, y tener cuidado de no caer montaña abajo, para dejar pasar a quien viene en dirección contraria.

Al poco de iniciar el recorrido un letrero anuncia el lugar donde fueron quedamos esos 225 sitiados que no abjuraron de su fe al rendir el castillo. Si no te fijas, te lo pierdes, porque la señal pasa bastante desapercibida. A los 10 minutos de subida se encuentra la taquilla, donde, entre un fuerte olor a cerveza, pagas los seis euros de la entrada.

Continúas subiendo hasta llegar a la cima. Son unos 600 metros de desnivel más respecto al inicio del camino, donde se halla el aparcamiento. Y arriba, la leyenda, porque del castillo no queda mucho. De hecho, lo quemaron casi en su totalidad tras la conquista y la mayor parte de los muros que resisten los construyeron los vencedores.

Digamos que más que lo te encuentras en lo alto lo importante consiste en lo que simboliza como épica de resistencia y fin de una revuelta religiosa de enorme trascendencia histórica y, además, la impresionante panorámica.

Por cierto, si en lugar de subir por la tarima previa a la entrada principal bordeas el muro hacia tu izquierda cuando asciendes, te sitúas en un lateral del castillo y, desde allí, por una escalera de madera puedes acceder al lugar donde se hallaban la cisterna y la despensa, en la zona que ha sobrevivido desde su origen. No está indicado. Realmente, para la importancia que tiene no se halla apenas cuidado más allá de haber colocado algunos paneles informativos sueltos.



El pueblo de Montségur, cuya construcción comenzó tras la destrucción del castillo, ofrece poco más que tranquilidad, que puede ser suficiente si se busca reposo y descanso de la monumentalidad.

No obstante, como lo que queremos son castillos, seguimos la ruta y enfilamos hacia el de Puivert previo paso por la cascada de Fontestorbes. En este último, el mismo propietario, en una caseta de madera instalada a unos cien metros del castillo, vende las entradas a siete euros. Coincide que no hay más visitantes. Únicamente se escucha, en su interior, el relincho del precioso caballo que pasta alternativamente dentro y fuera.

La fortaleza, que cuenta entre sus ilustres visitantes, desde el inicio de su construcción en el siglo XII, con Leonor de Aquitania, ha preservado parte del foso defensivo e incluso el rastrillo. Una vez en el patio de armas, falta uno de los muros laterales y únicamente se puede entrar a la torre del homenaje, en cuyo primer piso, por cierto, se mantiene una preciosa capilla con techo de ocho arcos. El propietario me explica que lo que intenta, más que reconstruir lo que falta, consiste en mantener lo que queda. Vive allí. Se nota, por ejemplo, en los enseres apilados junto a una caseta de madera en el patio de armas, con motos antiguas e incluso un sidecar.

A la vuelta al alojamiento montañés hacemos parada de supermercado para comprar vino, algo básico cada vez que vienes a Francia. En este caso para adquirir el habitual Muscadet, el blanco típico de la zona de Nantes. Y de aquí, a disfrutar de la terraza con enorme panorámica de los Pirineos, entre los pueblos y aldeas que surca el río Ariège.

 Puedes leer también esta parte de la crónica en www.soloqueremosviajar.com pinchando este enlace

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