Recién llegados de la fronteriza Huehuetenango y su concurrida y polvorienta estación de autobuses, el lago Atitlán, casi en el epicentro de Guatemala, constituía un remanso de paz al más idílico estilo de los evocados por el poeta Garcilaso de la Vega. En reducidas poblaciones en las orillas lacustres convivíamos ‘gringos’ (como nos llamaban a los extranjeros) y autóctonos en un ambiente tranquilo, acuático, caribeño
El lago destaca por su profundidad y por claridad. Con barcas a motor nos desplazábamos desde la pequeña Santiago a la capital, Panajachel, a la bella San Marcos, a San Pedro o a cualquier otra de sus poblaciones aledañas. Aunque no hacía falta moverse mucho para disfrutar de sus coloridos mercados locales, de sus exquisitas frutas o, simplemente, de su calma, de la armonía que transmitía el lugar.








































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