Recorrido por Formentera en la denominada nueva normalidad,
que con más precisión podría denominarse nueva realidad. En la primera semana
de tránsito libre por España. Salida desde la localidad alicantina de Dénia a
las 8,30 horas del jueves 25 de junio, con control de temperatura a todos los
pasajeros. Ya en el barco, repleto de viajeros, rellenamos un papel en el que
nos preguntan si tenemos tos o por nuestra dirección en la isla.
Ese documento se entrega al desembarcar, ya en el puerto de
La Savina, mientras te vuelven a tomar la temperatura. Una hora de cola para superar ese control. Nada
será igual a la vuelta. Aunque eso ya lo contaremos más adelante. Ahora, vamos
con la visita. En este caso, con el vehículo incluido que hemos embarcado y que
nos hará más accesible el recorrido por una isla que desde La Mola hasta La
Savina, prácticamente sus dos extremos, se extiende a lo largo de 17
kilómetros.
Nos alojamos en una casa en la densa pinada de Sant Ferran que
nos alquila, por intermediación, un despreocupado italiano con el típico nombre
de Marco. Vamos a comer a la capital. Primera toma de contacto con Sant
Francesc Xavier, la principal localidad de la isla, que no llega a los 3.000
habitantes y cuyo principal encanto reside en su plaza central y en las dos
calles de tiendas que desembocan en ella.
Al regreso, paseo por la cala En Baster, la más cercana a
nuestro alojamiento, que se caracteriza por sus grutas y minicalas cercanas.
Nos topamos con dos personas. Será prácticamente la tónica de los siguientes
días. No existe problema para mantener las llamadas distancias de seguridad
sanitarias.
Primera puesta de sol. Quizás, con el tiempo, será la que
mejor perspectiva de la isla recoge. La contemplamos desde El Mirador, que
abarca prácticamente cuatro quintas partes de la isla. El bar está cerrado,
aunque nos cede sus mesas y sillas para esta observación vespertina que
compartimos con apenas una decena de personas.
Senderismo por la
isla
En el segundo día inicio las rutas por los senderos
numerados y marcados con señales de madera. Cada jornada me dirigiré hacia un
sentido. Hoy vuelvo a la cala de En Baster para, desde allí, caminar hacia la
playa de Migjorn y pasear sobre la tarima de madera que marca un recorrido
dunar. Bordeo Lucky (un local del que
luego escribiré) y llego al inicio del recorrido, en Ca Marí. Desde allí hago
ruta en sentido Es Pujols y regreso a la casa. Hora y media custodiado por un sol
que ya empieza a exhibir su potencia con un bronceado creciente en mi rostro.
Vamos a Sant Ferran buscando su mercadillo, pero está
cerrado. Así encontraremos todos. Incluso el artesanal de La Mola, el más
famoso por su aroma hippy. Ha retrasado su apertura al 1 de julio. Demasiado
tarde para nosotros. Retornando en el relato a Sant Ferran, la localidad es
diminuta. Da para comprar en su horno (lleva el nombre del pueblo y tiene un
pan muy recomendable) y para un paseo que no se extiende más de media hora.
Y otra vez a Sant Francesc, tres kilómetros más allá. Con adquisición
en el principal supermercado de la isla, que también visitaremos unas cuantas
veces. Llegamos algo asustados por las referencias de precio, pero son casi
idénticos (si acaso unos céntimos más) que en Valencia. También vamos al
mercado pagès, que en la práctica es una solitaria tienda de frutas y verduras.
Comemos luego en Es Pujols, una de las localidades más turísticas. No obstante,
en la última semana de junio la mitad de sus locales está cerrado. El paseo marítimo,
sin apenas venta en sus tiendas, parece achicarse. En la playa, junto a un
Mediterráneo cristalino, ondea la bandera de peligro de medusas.
Los secundarios
vestigios históricos
La puesta de hoy la contemplamos desde los alrededores del
faro de Berberia, en el extremo más al sur de Formentera. Antes, pasamos por un
par de monolitos que datan de alrededor del 1.600 A.C., de los que queda poco más
que unas rocas dispersas bordeadas por una cerca de metal. Ya junto al faro nos
aproximamos a la torre vigía, cerrada. En esta isla los escasos restos
monumentales pasan a un segundo plano en la agenda de la mayoría de visitantes.
Además de que existen pocos, el atractivo de las playas las suele convertir en
prioritarias.
Tercer día. Hoy el paseo sí que me lleva a Es Pujols por las
sendas para caminantes y la penitencia de un sol que cada día parece deslumbrar
más. Una hora y cuarenta minutos entre ida y vuelta. Después de desayuno y
ducha, carretera hacia el faro de la Mola, que abre de martes a sábados. Es el
más antiguo de la isla y, aunque no se pueda ascender a su atalaya, sí que
puede contemplarse la exposición ubicada en lo que fueron las casas en las que
convivían hasta tres familias de torreros, los que se turnaban en esa labor. La
muestra aborda la biodiversidad de la isla o la tradición pesquera, entre otras
cuestiones. Constituye una suerte de museo etnológico.
Vale la pena asomarse, con precaución, eso sí, al
acantilado, junto al faro. O acercarse a la próxima tienda de recuerdos. Desde
el citado faro a la población apenas discurren dos kilómetros y medio. Visita
rápida a la Mola que da para poco más que transitar junto a tiendas y recorrido
por cala del Muerto y la de Es Arenals. El panorama de aguas cristalinas se
repite, vayas donde vayas.
Y, de allí, comida en Lukcy, un chiringuito en la playa de
Es Migjorn, situado en primera línea en el que en disfrutamos, al son de las
canciones de Fito y Fitipaldis, de una deliciosa focaccia. A 30 metros de la
orilla, con la sensación de que estamos de vacaciones. Relajación, buena comida
y servicio esmerado a un precio razonable. Poco más se puede pedir.
Esta noche nos quedaremos sin puesta de sol porque donde
vamos a comer, en Es Caló, nos sitúan dentro. Se trata de una diminuta
localidad, sin paseo marítimo y conocida por proliferar –dentro de su tamaño-
los restaurantes. Y, de allí, a una heladería en Sant Francesc. Son tan cortas
las distancias que, al tampoco haber apenas tráfico, no supone esfuerzo alguno
recorrer diez kilómetros en coche. De paso, nos acercamos al centro de la
capital, donde están con el ciclo Jazz en la plaça.
La sargantana
Tercer paseo matutino. Esta vez por el carril bici –apenas
me cruzo con tres grupos de ciclistas en todo el recorrido- hacia Es Caló,
previo paso por cala En Baster y entrada, a mitad del recorrido de vuelta, por
la senda 15, que se dirige hacia Sant Francesc, aunque antes me bifurco hacia
Es Pujols para retornar a la base. En todos estos recorridos el senderista
cuenta con una fiel compañera: la sargantana de Les Pitiuses, una largatija de
un singular color verde brillante. Basta con que aguantes la mirada en algún
lugar pedregoso, boscoso o dunar y aparecerá una en breve.
Ni aglomeraciones ni
cercanía
Hoy toca cala Saona, otra de las grandes conocidas. Es
domingo y hay algo más de gente, aunque sin tráfico ni dificultades para
aparcar al lado. Poca o ninguna mascarilla porque, realmente, se mantiene la
distancia interpersonal de dos metros sin necesidad de forzar ni de buscarlo.
No se producen aglomeraciones. Ni tan siquiera cercanía.
Antes hemos ascendido a una pequeña colina para voltear la
torre de Es Catalans, una de las cuatro vigías. Esta se abre al público
únicamente sábados por la mañana. Al igual que el resto de torreones, o que los
monumentos megalíticos, el acceso no resulta fácil ni está señalizado. Queda
claro que para el visitante medio o para quien impulsa el turismo en la isla se
trata de objetivos menos que secundarios.
Retorno a Es Pujols, donde ya golpea un sol de esos que te
hace buscar desesperadamente una sombra. En el paseo marítimo encuentras pocas
en forma de local, ya que la mayoría permanece cerrado. Apenas han abierto los
situados en los extremos. Y un veterano vendedor de pulseras artesanales, que
ha colocado su tenderete al inicio del paseo. Las barcas de pescadores sobre
sus lanzaderas despuntan como el principal atractivo del recorrido.
Vuelta a Sant Ferran previo paso por el horno. Después,
visita frustrada al mercado dominical de artesanía de la Mola, ya que, como he
comentado con anterioridad, han retraso la apertura. El 28 de junio todavía
estaba cerrado. Después de confundirnos con mallorquines, nos invitan a acudir
el 1 de julio. Una pena. Ya no estaremos.
Y hoy la puesta de sol toca en el Blue Bar, en Migjorn. Se
trata de uno de los locales emblemáticos de la isla, de esos que mientras te sirven un mojito sin alcohol a
ocho euros te ofrecen su gama de camisetas. El ocaso del día tan solo se
vislumbra en su plenitud desde las mesas de la entrada. Contemplas cómo
desaparece el sol entre las dunas y los cañaverales.
El día lo rematamos con una deliciosa cena en Cafuné, un restaurante
situado junto a la carretera, en la entrada de Sant Ferran desde Es Caló, donde
igual venden cactus a cientos de euros que muestran cuadros de paisaje o sirven
exquisitos bocadillos de difícil descripción. Nos explican que la pandemia les
ha obligado a reciclarse y establecer sinergias entre profesionales de varios
sectores, y que antes se dedicaban al catering de bodas.
Última ruta matutina
y regreso
Última jornada. La ruta matutina me conduce por la senda 15
hacia Sant Francesc, cerca de la torre de Es Catalans antes descrita. Estos
recorridos marcados con señales de madera constituyen una buena forma de
conocer la isla. No parece la más habitual, porque apenas me cruzo con alguien.
También, en esta época, con el estado de alarma recién suprimido, la presencia
de visitantes resulta muy reducida. Y la población local está bastante
diseminada.
Hoy toca ir al espacio más conocido de Formentera: Les
Illetes, esa suerte de espigón de playa contornado de mar por ambos lados. O entrante
de tierra entre el oleaje. Dejamos el coche en el aparcamiento más próximo. Los
anteriores y más alejados de esta playa se hallan libres. Ascendemos por los
montículos de rocas y arena mientras contemplamos, un vez más, las cristalinas
orillas de este tramo del Mediterráneo. La refrescante brisa hace más llevadero
el recorrido, porque el sol, como el resto de días, transmite todo su vigor.
Subimos al coche de nuevo, pasamos por las salinas de Es
Pujols y buscamos el sepulcro megalítico de Talasso, el teóricamente más
antiguo encontrado en las islas Baleares. No nos la jugamos con el coche para
recorrer una apartada senda repleta de baches que conduce ante el recinto
mortuorio.
Una vez junto a él, de nuevo soledad total, como ocurre con
los otros restos megalíticos o con las torres vigías. Se halla situado junto a
una casa, como si fuera su patio. Una verja y un cartel indican de qué se
trata. De lo contrario, resultaría difícil adivinarlo. Tampoco parece, a tenor
de lo complicado que resulta acceder, que haya mucho interés en difundirlo o en
visitarlo.
Comemos en Sant Francesc, en casa Amancio, donde el
principal atractivo lo constituye la decoración del patio. Compramos un par de
botellas de vino mallorquín Pere Seda, salchichón ibicenco (un descubrimiento)
y vuelta a la casa para la preparación de maletas.
Recorrido de despedida por el puerto de La Savina, con su
murete y sus tiendas, y embarque a las ocho para zarpar a las nueve de la noche.
Ahora ya no hay, ni lo habrá al llegar (dos horas después), control de
temperatura. Tampoco entrega de folleto explicando cómo te encuentras de salud.
Volvemos a la península con el barco a media ocupación. Atrás queda Formentera,
una isla encantadora tanto en la antigua como en la nueva normalidad.
Esta crónica ha sido publicada en dos entregas en la web www.soloqueremosviajar.com