Día gris, aunque alcanzaremos los diez grados, todo un hito en esta época invernal. Inicio la jornada con paseo hacia Princess street desde la iglesia donde se casó Agatha Chirstie al ostentoso monumento en homenaje a Walter Scott, el prolífico autor de múltiples novelas de aventuras. Así veo amanecer, una circunstancia que aquí se produce del todo alrededor de -como no deja de sorprenderme- las nueve de la mañana.
Nos acercamos al castillo de Edimburgo, el
famoso, a entrar. Cuesta 18 euros para adultos si compras el billete en la web
y 21 si lo haces directamente en taquilla. En cualquier caso, como hay bastante
gente decidimos desplazarnos primero a Dean Village, un espacio de casas
antiguas de la ciudad, y, sobre todo, que transmite la paz que le confiere el
río Leith a su paso acelerado por una caída de agua que después se apacigua.
Da para hacerse unas fotos en este espacio
pintoresco y para salir unos minutos del bullicio. Desde ahí iniciamos un paseo
por el lateral del río que nos lleva a la ciudad nueva para, más adelante,
enderezar de nuevo hacia Princess street.
Bocadillo de cochinillo
Comemos en Oink, un local en el que hacen
bocadillos de carne de cochinillo mezclado con la salsa que escojas de entre
media docena que te ofrecen. El comercio triunfa y tiene cola para coger el
citado bocadillo (de tres tamaños entre 4 y 8 libras más o menos el precio) y
salir con él, ya que apenas hay espacio en el interior para ingerirlo. En
nuestro caso, lo hacemos en una arco formado sobre Victoria street, la calle de
este curioso local. O de Bernie's, que ya cité en el pasado.
Luego nos bebemos un chocolate bien
caliente en Deacon, nombre que recibe un pub por un lado y una cafetería por
otro, situados prácticamente en frente uno de otro en la Royal Mile. El lugar
tiene su encanto por los cuadros, las teteras y otros objetos de decoración. Y
con demanda de mesa, porque se forma una pequeña cola para entrar.
El castillo
Y vamos ya hacia el castillo de Edimburgo.
Entramos a las 15,20, con el tiempo justo para contemplarlo de día antes de que
empiece a anochecer. De hecho, nos marcharemos a las 16,45 a oscuras, ya que el
recinto apenas cuenta con iluminación. Lo más llamativo consiste en contemplar
las joyas de la corona o la denominada piedra del destino.
Como espacio amurallado, prefiero bastante
más unos cuantos españoles o franceses. Tiene la gracia de hallarse en una cima
volcánica, de la ermita de Santa Margarita del siglo XI o del cañón del disparo
de las 13 horas.
También resaltaría cómo refleja las
tradiciones escocesas y el homenaje que rinde, en la sala específica para ello,
a todos los militares caídos en batalla. Ese respeto al pasado, a los héroes, a
su historia, despierta toda mi simpatía. Un buen ejemplo lo constituyen las
estatuas, en cada lateral de la entrada del castillo, de William Wallace y de
Robert Bruce. No podían faltar en este lugar.
Desde aquí no me resisto a hacer el
recorrido de lo que se conoce como Milla Escocesa, es decir, de la Royal Mile,
con su supuesto kilómetro y 800 metros, para llegar al extremo contrario al
castillo de Edimburgo, donde se halla otro recinto palaciego, el de Holyrood,
residencia histórica de la monarquía escocesa y también de la británica en
general. En este tramo de la Royal Mile no existe el bullicio de público ni de
tiendas de la parte superior.
A partir de la catedral de St Giles el
ambiente empieza a relajarse. De hecho, en la parte inferior, donde igualmente
se encuentra el parlamento, da la impresión de transitar casi por una calle
periférica.
Es noche cerrada desde hace rato. Llega el
momento de ir al pub. Repetimos con The last drop, el lugar donde tomaba su
último vaso de whisky quien iba a ser ajusticiado en el cadalso que instalaban
frente a él, en Grassmarket, la calle actualmente prolífica en pubs. En el
interior de The last drop la imagen en pintura y la recreación física de varias
sogas rememoran ese pasado. Y así nos despedimos de Edimburgo en nuestra última
noche en la ciudad.
Con un paseo matutino para acercarme a la
catedral episcopal de St Mary y una visita, por fin y después de tres días
cerrada, a la catedral de St Giles concluye el viaje. Eso sí, no sin antes dar
un postrer paseo por la siempre presente Royal Mile y con la clásica compra de
un libro que tenga que ver con el país o la ciudad y escrito por un autor local
o nacional, a modo de despedida, en el aeropuerto.
En este caso apuesto por un tema curioso y
adquiero el ensayo The coffin roads (algo así como el camino de los ataudes), de
Ian Bradley, que recoge tradiciones y rutas funerarias de islotes de Escocia.
Lo que cuenta serviría de base para otra crónica viajera.
Puedes leer también la crónica en www.soloqueremosviajar.com pinchando este enlace
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