Tenemos la base en un cottage o casa de campo típica de la campiña británica a unos cinco kilómetros de Bridgwater, una localidad de unos 35.000 habitantes ubicada en el condado de Somerset, bajo de Gales, a una hora de Bristol más o menos.
Desde el aeropuerto de Southampton, donde recogemos el coche
de alquiler, tardamos unas dos horas y media en llegar. La última la hacemos
por carreteras que son la marca de este condado: muy estrechas, entre una
vegetación sumamente cuidada.
El primer día completo de estancia lo empleamos en una excursión a Glastonbury, población que destaca, sobre todo, por la enigmática torre de San Miguel, del siglo XV, elevada sobre una colina. La perspectiva desde abajo resulta espectacular.
La subida es en zigzag por la ladera. Pertenecía a un antiguo monasterio que ardió. En este municipio también resalta su abadía, donde hay una fiesta privada cuando nos acercamos. Está lleno, en general, de turistas autóctonos que asisten a su conocido festival.
En esta jornada también nos desplazamos a Wells, igualmente
en dirección al centro del país, que sobresale por su enorme catedral, sorprendentemente
imponente. También llama la atención la denominada Vicar´s close, cuyo gran
mérito, según hacen hincapié desde el municipio, consiste en ser la única calle
de época medieval habitada intacta en Europa. Está como fue creada. Este pueblo
resulta un descubrimiento por varios motivos.
Además del monumental, también por una tienda de ropa deportiva, Trespass, con ofertas muy interesantes o por los pequeños canales de evacuación de agua que circulan en paralelo entre aceras y calzada.
El segundo día nos desplazamos hacia el norte. El objetivo
consiste en Dunster, en la costa oeste. Se trata de una pequeña población
dominada por un precioso castillo circundado por un muy cuidado jardín. El
molino hidráulico, la iglesia y el repertorio de elegantes salones de té
coronan una visita sugerente y con encanto. En uno de estos últimos degustamos
los típicos scones con queso fundido
y mermelada.
Desde allí vamos a Minehead, con una playa enorme y, como punto más original, una antigua estación por la que circulan trenes de finales del siglo XIX. Sí, ha recreado la época con vagones, anuncios publicitarios, responsables de estaciones y una larga retahíla de cuidados detalles que convierten la estación en única. Ofrece recorridos de 90 minutos por lo que fue la Inglaterra decimonónica.
La estación se completa con un pequeño aunque llamativo
mercadillo en el que los puestos principales son de libros de segunda mano, con
un amplio repertorio, y de vasos de sidra casera, a cuatro libras la pinta.
El tercer día cae en domingo y decidimos disfrutar de
nuestro cottage en la campiña. La
casa luce el robinhoodyano nombre de Sherwood. Realmente se trata más bien de
una alquería con diversas viviendas. Aunque apenas vemos a los otros huéspedes
porque no existen espacios comunes, calculamos que al menos alberga a tres
núcleos más y a un grupo de jóvenes de diversos países africanos y asiáticos en
un hogar común que regenta la presumible propietaria del inmueble, Christine.
Además de pasear y embriagarnos de la tranquilidad del entorno, hacemos un pequeño desplazamiento a Bridgwater, una población que supera las 25.000 personas y que en domingo por la tarde ofrece la imagen clásica de ciudades con poca vida.
Una calle céntrica peatonal con todos los locales cerrados
constituye el espacio más concurrido para pasear. En ella emerge la estatua del
almirante Robert Blake, hijo predilecto de la localidad. Sobre su pedestal
comparten charla y rato de cerveza un abigarrado conjunto de autóctonos.
La iglesia de St. Mary, su principal edificio, se halla
cerrado, mientras que la antigua casa del maíz, su segundo inmueble con mayor
historia, acoge en la actualidad un restaurante. El frío y el ambiente lúgubre
invitan a no seguir caminando y a retornar a la base. Mañana será otro día.
Y así fue. Lunes festivo y traslado hasta Stonehenge, el
monumento neolítico más emblemático de las islas británicas, en Salisbury, a
casi dos horas de recorrido por carretera desde nuestra ubicación. Casi todo
son vías comarcales por las que cuesta avanzar. Nos lo tomamos con calma.
Aunque he comprado las entradas en la web, toca hacer cola
igual en taquilla para que te proporcionen un papel que hace las veces de
tíquet. De nada me sirve haber descargado el documento. Una vez superas ese
trámite y demuestras que has pagado la elevada cantidad de 26 libras por
persona, penetras en el amplio terreno en el que se encuentra el monumento. De inicio,
no lo ves. Puedes optar por coger el autobús que te transporta a él o caminar
algo más de dos kilómetros por una espigada superficie de césped.
Cuando llegas al conglomerado de piedras contemplas que
existe una segunda opción: la de no pagar y contemplarlo desde un lateral, a
unos cinco metros más de distancia desde ese lado que quienes sí que han
abonado su escandalosa entrada por visitar un complejo neolítico con más de
5.000 años que está en medio de la nada y que no exige apenas mantenimiento.
Una cuerda y unos pivotes establecen la limitación que
impide situarse en su centro. Únicamente puede observarse desde unos 20 metros
de distancia, circunvalándolo. Impresiona el tamaño de las piedras y, sobre
todo, hace que te devanes los sesos pensando cómo fueron capaces hace milenios
de trasladarlas a ese lugar y de elevar unas sobre otras.
La algarabía del lugar (tiene un millón de visitantes
anuales) no permite demasiada concentración y frena las tentativas de captar
una energía especial o algo diferente en este espacio. Da para un paseo
alrededor esquivando cámaras de teléfonos móviles y para tratar de captar los
máximos detalles posibles antes de retornar al inicio, donde están las
taquillas y han construido una tienda de estrechos pasillos como obligado lugar
de salida y una especie de cabañas que recrean las moradas neolíticas.
Desde aquí conducimos hasta Cheddar, sí, la localidad que da nombre a esa
variedad de queso y que destaca por un extenso desfiladero atravesado por una
carretera. De sus laterales surgen numerosas sendas aptas para caminantes, para
corredores e incluso para escaladores. La amalgama resulta muy variada.
Es día festivo y hemos superado las seis de la tarde, dos
poderosos motivos para apenas encontrar muestras del famoso queso local. Aquí
lo venden de múltiples sabores: mostaza, ajo, cerveza… Cheddar forma parte del
condado de Somerset, del que salimos para visitar Stonehenge.
Quedaba pendiente Tauton, la capital del condado de
Somerset, y no íbamos a dejar sin cumplir esta obligación turística. La ciudad,
de alrededor de 65.000 habitantes, destaca, como la mayoría, por su paseo
alrededor de su respectivo río; también luce con orgullo la torre campanario de
St Mary y, sobre todo, su coqueto castillo reconvertido en museo que recrea,
con bastante originalidad pedagógica, la evolución de Tauton a lo largo de los
siglos comenzando por un mosaico romano.
Otra parte de la fortaleza se ha transformado en un agradable hotel, ubicado junto a un jardín con cierto encanto. Por lo demás, tiene la clásica calle céntrica peatonal de comercios, de la que sale algún ramal interesante en forma de callejuela de restaurantes o viviendas.
Y así, sin un día de sol completo, con temperaturas de entre 15 y 20 grados a finales de agosto y de continuo trasiego por estrechas carreteras taponadas por árboles perfectamente talados, termina este recorrido por el condado de Somerset, en el suroeste de Inglaterra.
Puedes leer la crónica viajera también en www.soloqueremosviajar.com pinchando este enlace
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