Cada mañana nos cruzamos más o menos en la misma calle de la
ciudad. Ella siempre me desea buenos días con efusividad; su pareja, más serio,
apenas esboza un saludo. Ambos avanzan acompañados por un minúsculo perrito
hasta la esquina. Allí se separan. Ella se dirige hacia su punto habitual de trabajo,
la acera que circunda un banco. Saca su acordeón y su caja para que los
viandantes depositen monedas y comienza a tocar. Cualquier donativo lo agradece
con una amplia sonrisa.
Él, también septuagenario y foráneo, opta por una céntrica
calle peatonal. Cada día obsequia con la melodía que proviene de su violín a
los transeúntes. Así, entre música, sonrisas, saludos y mucho esfuerzo
transcurre su jornada. De este modo, sobreviven. Con su perseverancia, se han
convertido en compañía habitual para quien transita por sus lugares de
actuación. Nunca faltan a la cita con su público.
En cambio, hace años que se marchó el gallego que, siempre
acicalado, tenía su mochila repleta de libros. De hecho, leyendo pasaba su
jornada como mendicante en Valencia, alejado de su lugar de nacimiento, donde
no pudiera coincidir con alguien conocido. Eso sí, retornaba a su población de
origen por Navidad para disfrutar entre los suyos con discreción, sin dar
detalles de su vida junto al Mediterráneo.
Hace poco sí que volvió a la calle otra persona de cuidadas
maneras. Siempre responde con un “gracias, caballero” o “gracias, señora”
cuando algún viandante comparte monedas con él. Este deteriorado cuarentón ha
escogido una concurrida vía urbana comercial e inicia su jornada cuando las
tiendas aún no han abierto y los transeúntes andan embalados hacia sus lugares
de trabajo. Desapareció durante algún tiempo. Como explica, se marchó a
vendimiar a Francia. Regresó cuando acabaron sus ahorros. A exactamente el
mismo punto donde pedía antes. En el suelo.
Como si preservara una tradición ancestral, él, en edad de
disfrutar de su jubilación y algo excedido en kilos, opta por abrir una
diminuta silla plegable y acomodarse apoyado en su pared habitual, entre
dos locales. Observa con atención a cada
peatón y corresponde con una sonrisa radiante y con educadas palabras de
agradecimiento a quien le obsequia con una moneda. Quid pro quo. Como ella, que
prefiere sentarse en un lateral de la plaza de toros, junto a una estrecha
acera y con un cartel que trata de explicarlo todo: “No tengo trabajo”.
Cada cual tiene su vida, su historia, su nombre propio, su
personalidad y su lugar escogido para apelar a la solidaridad de la ciudadanía
y recopilar unas monedas. No cambian de espacio. Al final, se convierten, en la
mente de quien transita por la zona, en parte de ese lugar. Piden sin agobiar,
con su sola presencia. Siempre con civismo y mirando a la cara, con gesto y palabras
de agradecimiento, antes de contemplar
qué moneda han depositado en su bandeja o en su mano. Tratan con el mismo
respeto que merecen, porque cualquiera, con una acumulación de mala suerte,
podría estar en su lugar. No físico, porque ese es suyo hasta que la suerte les
sea propicia, sino existencial.
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