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viernes, 6 de septiembre de 2019

El Camino de Santiago: las últimas cinco etapas de peregrino


 Mi objetivo consistía en hacer cien kilómetros de El Camino de Santiago. Me daban igual el camino y el tramo. En ese mar de dudas, y cuando parecía que más o menos las había disipado inclinándome por el recorrido Primitivo o Francés, desde sus inicios hasta Estella, localizo, buscando por internet, una agencia que explica que facilita el alojamiento. Si algo quería evitar era el agobio de tener que ir corriendo cada día para contratar una cama sobre la que tumbarme.
Total, que en esta agencia me comentan que, ya que quiero hacer alrededor de un centenar de kilómetros en cinco días –ese es el periodo de que dispongo-, por qué no escojo los últimos cien y así me llevo mi credencial en Santiago. La lógica del razonamiento del agente y la falta de constancia de los míos hacen que opte por su propuesta. Empezaré en Sarria. Me hace reservas de cama en albergue privado y de transporte de maleta por Correos. Posteriormente, ya en El Camino, descubriré que me habría ahorrado la mitad de lo que me cobraron si hubiera contratado todo por mi cuenta. Esa ya es otra historia. Ahora estoy lanzado.
Realmente mi recorrido ferroviario comienza en Cullera a las 7,47 de un jueves. A las 9,40 subo en el AVE que me llevará a Madrid y, desde allí, empalmo con el tren que me dejará en Sarria, inicio de mi camino y etapa recurrente para principiantes por hallarse a poco más de un centenar de kilómetros de la gran meta que constituye Santiago de Compostela. Este último trayecto se me hace eterno, sobre todo el tramo desde Orense, cuando el tren parece que desanda y va trotando. Allí entablo mi primera conversación sobre El Camino (a todo esto, aún no he comentado que lo hago sin acompañante). Dialogo con una chica de Puerto Llano, que me comenta su intención de hacer los 112 kilómetros en cuatro etapas.

Localizo el albergue y allí me asignan la última litera que queda libre en una habitación para ocho personas. La comparto con una pareja de italianos, otra de ingleses, un catalán, un andaluz y un alicantino de Pego. Cada litera, como iré comprobando a lo largo de El Camino en la mayoría de albergues, tiene su enchufe y lamparita incorporados. El cuarto de baño de hombres del alojamiento dispone de dos duchas, además de una zona común ajardinada en la que puedes servirte cerveza, café o té.
Empezamos a conversar Toni (peregrino de Barcelona), Evarist (de Pego, aunque residente en Valencia) y yo. Nos bajamos a tomar una cerveza, y ya sobre las 20,30 me voy a dar una vuelta por el pueblo (están cerradas las iglesias a esta hora) y a cenar. La localidad cuenta con su capilla, ermita, restos de castillo, mirador y su correspondiente Rúa Mayor. El clásico acento gallego a veces no es fácil de coger, sobre todo en mi primer día. Tampoco las dudas que te plantean en la respuesta y que no te aclaran la pregunta. Empiezo un poco estresado y temo no poder disfrutar de El Camino. No será así.
No ceno en una pizzería bastante recomendada en guías y opto por un bar de tapas aunque, para mi decepción, no me ofrecen una sola de las que podríamos catalogar como típicas. A las 22,45 horas ya estoy tumbado sobre mi cama, con sus fundas desechables en almohada y colchón, leyendo sobre el recorrido de mañana.

Segundo día. Sarria-Portomarín

Empieza El Camino. A las 5,30 ya están las alarmas sonando y mis compañeros de habitación levantándose. A las 6,15 no queda nadie durmiendo de tanto movimiento. Disfruto de un desayuno abundante en La Casona de Sarria, donde me alojo (el mejor que degustaré en el recorrido) y empiezo la etapa con Toni, de Barcelona, un inquieto cámara de televisión que también ha estudiado Periodismo. Comenzamos entre neblina, con humedad, en una zona boscosa. Pasamos por el hito en el que indica que restan 112 kilómetros para destino. Poco a poco despeja. La senda va subiendo. Cierto que nunca andas solo. Siempre ves a alguien en tu camino.
Paramos a las dos horas y media de trayecto, en una terracita muy cerca de Morgade. Se junta con nosotros José María (que había dormido en la litera que tenía sobre mi cabeza), un sevillano profesor de Informática muy simpático que carga con su mochila (a mí me la lleva Correos, aunque existen múltiples empresas que ofertan el servicio por tres euros diarios). Vamos conversando los tres por una senda que, en general, resulta bastante ancha. Antes de encontrar a José María, Toni y yo habíamos estado hablando con un señor (también de Barcelona) que cumple su decimoprimer Camino de Santiago y al que en esta ocasión acompaña un nieto adolescente.
Discurrimos junto a vacas, campos de verduras, de los famosos grelos gallegos. Resulta muy curioso encontrarte con gente muy diversa. La etapa se hace corta, aunque escogemos el tramo final (de entre tres para elegir) con mayor dificultad. La llegada a Portomarín (final de etapa) se hace a través de un largo puente, que acaba en una elevada escalinata. Final de algo más de 22,5 kilómetros.
A las 12,15 ya estoy en el alojamiento. Compartiré habitación con once peregrinos más. ¡Qué bien sienta la ducha! Después, vamos a por la cervecita Toni, Evarist (que había llegado un poco antes) y yo. Creo que estoy hablando más en valenciano hoy de lo que lo he hecho en la última semana.
Nos sentamos para comer. Y lo hacemos bien. Pedimos unos mejillones (aquí los ponen abiertos y con una salsa mezcla de tomate y picante), una botella de Ribera Sacra, variedad Godello, y un menú que en mi caso contiene empanada gallega, lacón con salsa y tarta de Santiago. Nos pasamos un buen rato hablando los tres como viejos amigos aunque nos acabamos de conocer. Al rato viene José María y se sienta a tomar café.
Gran ambiente. No sé lo que pasará en los próximos días, pero hoy hay muy buen rollo. Y también sabré al final de El Camino que el resto de jornadas lo seguirá habiendo.
Abren la iglesia del siglo XII, la que trasladaron piedra a piedra cuando construyeron el pantano. Me ponen un buen cuño (cada día tenemos que recopilar dos para nuestro pasaporte de peregrino). Portomarín está abarrotado de caminantes de diversas partes de España y de otros de múltiples países. Una movilización impresionante y una fuente de ingresos enorme por turismo para estos pueblos.
Me siento un rato a contemplar una actuación de títeres. Con tranquilidad. Me compro una pulserita azul con el lema de este recorrido milenario que tantos peregrinos se han ido transmitiendo, el ya universal ´Buen Camino´, y voy a que me corten el pelo. En el primer sitio ya no tienen hueco. Acabo en una peluquería con sabor añejo, con aspecto de hace un mínimo de 30 años y con una señora mayor cortándome el pelo con demasiada precaución, y rematándome el corte con una colonia antigua que me lanza al final, después de peinarme, y que me acompañará durante unos días.
Cuando regreso al albergue me cruzo con Toni y me comenta que ha quedado a cenar con José María y con sus compañeros de habitación. Antes, no obstante, nos sentamos para tomarnos una cervecita con su correspondiente aperitivo, unos deliciosos pimientos de padrón. Luego vamos a cenar. Se trata de un grupo numeroso y con muchas ganas de fiesta, que comparte croquetas, pulpo, queso de tetilla… Estoy cansado y me voy antes de que acaben porque sé que me espera una noche a la vez, y aunque parezca contradictorio, larga (me costará dormirme con tanta compañía) y corta (a las cinco empezarán a sonar móviles-despertadores). Entre los ruidos (recuerdo que somos 12 en la habitación), la luz que entra (estoy junto a un ventanal con persiana) y mucho calor, duermo poco y mal. Y a las cinco, efectivamente, empieza el movimiento.

Tercer día. Portomarín-Palas de Rei

A las 5,55 solamente quedamos dos en la habitación. Me preparo la mochila, desayuno la tostada, el zumo y el vaso de leche que nos dan y a las 6,55 inicio la etapa de hoy con Toni. No obstante, a los 500 metros recuerda que se ha olvidado de poner su nombre en la mochila (la dejamos cada mañana en recepción para que la lleven al siguiente alojamiento). Desanda y yo sigo.
Al poco comienzo a hablar con Daniel, un mecánico de Murcia. Haremos toda la etapa juntos. Atraviesa un momento delicado de su vida que comparte conmigo. Estas conversaciones forman parte de la magia de El Camino. Paramos un par de veces, aunque marchamos a un ritmo alto. En menos de seis horas (incluidos los 40 minutos aproximados de las dos paradas) nos hacemos los 25 kilómetros.
El trayecto discurre entre brumas y bosque al principio, con mucha subida los primeros diez kilómetros. Luego vamos un largo tramo junto a la carretera, e incluso por rutas de vehículos comarcales, y no tanto por sendas. Paramos en una curiosa ermita donde un señor ciego nos pone un cuño templario y debajo añades la fecha en números romanos. Después de darle la voluntad me ha regalado dos estampitas (de la Virgen de Lourdes y de Santa María Magdalena) con oraciones.
Llego a Palas del Rei con un trozo de suela menos en una zapatilla, dolor en un juanete y las pantorrillas algo cargadas. Directo a la ducha y a la cerveza fría. Momentos placenteros al final de cada etapa. No está Toni aún en el albergue, aunque sí Evarist, que me da una tirita para el juanete y Trombocid para untarme en las piernas y relajarlas.
Nos vamos a comer a un restaurante con un camarero bastante peculiar y poco servicial. Nos juntamos Evarist, Toni, Daniel, una pareja de Barcelona (Carlos y Mari-Ángeles) y yo para disfrutar del menú diario (en mi caso, caldo gallego y pulpo a la brasa) y un vino cosechero. Se hacen las cinco y vuelvo al hotel. Hoy estamos en cápsulas tipo japonesas, muy completas, con espacio habilitado para la mochila, una repisa, luz, enchufe y una cortina que nos da una intimidad que no he tenido ni tendré en el resto de albergues.
Me voy a la lavandería, pongo la ropa y al bajar para cambiarla a la secadora un peregrino uruguayo me invita a mate. Encuentros de El Camino. Me dispongo a escribir este diario con los pies metidos en un barreño de agua fría hasta que se seque la ropa.
Voy a la iglesia local para asistir a la tradicional misa del peregrino. Está repleta. Un cura muy cosmopolita dirige la homilía (le acompañan dos caminantes sacerdotes). Veo que Daniel me ha escrito para cenar. Quedo con él y nos tomamos una tapa de queso con cerveza en la terraza del mismo sitio donde hemos comido. Al poco aparece Evarist, que nos ha visto en este emplazamiento privilegiado y se suma a la cerveza.
Luego cenamos un bocadillo (en mi caso de ternera) y regreso al hotel. Hoy quiero acostarme relativamente pronto (sobre las 22,30 horas) en el habitáculo japonés. Antes de dormir siempre hay unas cuantas cosas que arreglar, como preparar la ropa de mañana para evitar hacer ruido de madrugada, dejar la mochila medio arreglada, poner en la etiqueta el destino del día siguiente, rebozarse los pies con visvaporús, leer…  Esta noche duermo mejor. Tener una cortina que te separe del mundo contribuye decisivamente a conciliar el sueño.

Cuarto día. Palas del Rei-Arzúa

Iniciamos a las 5,55 de la mañana la etapa más larga. A las 5,30 ya estoy en pie. Me ha despertado la alarma de Evarist. Nos esperan 28,5 kilómetros por delante, que acabarán superando los 30 se incluimos el tramo desde los hoteles al camino, tanto a la ida como a la vuelta. Después de comerme el picnic que me dieron anoche (tan de madrugada no está abierto el bar), comienzo etapa junto al citado Evarist.
Es noche cerrada. Él lleva una linterna estilo minero en la cabeza. Hoy no nos escolta la bruma y en seguida me quito la gabardina. Realmente el buen tiempo nos acompañará durante todo el camino y no caerá sobre nosotros lluvia ni nos atenazará el frío. Transitamos a buen ritmo, pasando por caseríos y bosque hasta llegar, 14 kilómetros después, a Melide, donde está archiaconsejado parar a comer pulpo. Aunque a las 9,15 el cuerpo no lo pida mucho, cumplimos con la tradición.
Nos detenemos en uno de los dos grandes restaurantes con más fama (Ezequiel y A Garnacha). Nos inclinamos por Ezequiel, donde, en la entrada, enormes fogones calientan calderas cociendo pulpo. Pronto se llena el local. Al poco aparecen Toni y Daniel.
El segundo tramo abarca empinadas subidas y descensos. Duele la rodilla y calienta de lleno el sol. La etapa nos emplea 7,30 horas, incluyendo dos paradas de 20 minutos. Las últimas cuatro horas las hacemos seguidas.
Después de atravesar algún riachuelo y aldeas, llegamos a nuestro albergue con ganas de disfrutar de una ducha reconfortante. Para nuestra desgracia, todavía no han llegado las mochilas, con lo que toca hacer tiempo tomando una cerveza en un local cercano. Para nuestra sorpresa, la tapa que nos ponen –una porción de empanada a trozos- viene y va, de manera que en cuanto te sirves el camarero se la lleva a otro cliente que esté apoyado en la barra, sin retorno a menos que la reivindiques.
Tras la ansiada ducha, nos vamos a comer a una pizzería con un propietario bastante singular y con unas suculentas y enormes pizzas y las paredes del local abarrotadas de mensajes sobre El Camino. De hecho, el propietario, italiano, se instaló allí al conocer el municipio haciendo el recorrido con final compostelano.
Llega el momento del reposo, que suelo dedicar a escribir, y el posterior paseo. Comparo las comisiones de los tres cajeros céntricos, que rondan entre 2,90 y 1,80 euros. Me acerco a la tradicional misa del peregrino, abarrotada y con mensaje final del cura, que pide a quienes peregrinamos que nos acerquemos al terminar la homilía. Prácticamente lo hacemos casi todos los presentes. Un pequeño sermón y unos cantos, con la emoción que transmiten las lágrimas de una peregrina (cada cuál sabe lo que arrastra en su interior), ponen el epílogo.
Me encuentro algo regular y creo que se debe a lo poco que me he hidratado en la larga, calurosa, ascendente y descendente etapa de hoy. Empiezo a remediarlo tomándome una bebida isotónica con Toni y José María en la pizzería del italiano caminante, y luego otra, delante de una tabla de quesos, con Evarist, Daniel, Carlos y Mari-Ángeles en una quesería.
Cuando retorno a la habitación mi ´vecino´de la litera de arriba ya está roncando. Apenas son las diez de la noche, las luces están encendidas y la gente entra y sale, aunque parece que no resulta un problema para alguien de buen dormir como el citado peregrino, poco saludador –algo inusual en el camino-, por cierto. Después de aguantar un rato, y cuando ya algunas caminantes más van tratando de acurrucarse en los brazos de Morfeo, me levanto y apago la luz central de la habitación con 24 huéspedes. Son las 23 horas de la noche del día con más kilómetros de El Camino. Mi aparato de teléfono móvil marca que he superado los 47.000 pasos.

Quinto día. Arzúa-O Pedrouzo.

Hoy Evarist se ha moderado y hasta las seis no ha puesto su despertador. Me pongo en pie, acabo de arreglar mis bártulos y salgo a la calle para ir al bar del cual tengo un vale para desayunar que me han dado en el albergue, que no sirve desayunos. Son las 6,45 y el local, aunque pone que abre a las 6, está cerrado. Total, que comenzamos a andar.
La senda discurre por bosque, junto a carreteras y entre casonas, aunque sin tocar pueblo alguno. A las dos horas paramos a desayunar un buen pincho de tortilla para saciar el apetito, en una cafetería habilitada en pleno camino, aislada del resto de viviendas, y en la que hacen fotos artísticas en blanco y negro de gran tamaño. Aquí nos alcanza Daniel.
El Camino se va masificando. Me viene a la cabeza la comparación entre la familiar playa de Daimús, en la provincia de Valencia, y la concurrida de Benidorm, en la de Alicante. Proliferan ya las bicis a gran velocidad que te obligan (normalmente previo aviso con cordialidad y educación) a retirarte a un lado. El mejor ejemplo de la citada masificación lo constituye el albergue en el que pernoctaremos esta noche, con 90 camas en tres con dos separadores de plástico. Mi espacio lo comparto con 70 personas más. No obstante, la noche transcurrirá bastante tranquila. Y gracias a los numerosos carteles indicativos y al respeto de quienes se alojan, a las 23 horas no quedará una luz encendida ni se escuchará el más mínimo susurro.
Nos tomamos primero la cerveza antes de disfrutar de la ducha. Esta vez a las 12 en punto ya nos habíamos plantado delante del albergue, antes de que abran y de que lleguen las maletas. La eficiente e hiperactiva recepcionista nos recomienda un restaurante cercano, con nombre que evoca tranquilidad, y allí vamos a disfrutar del menú del día. Por aquí lo de menú del peregrino no suele ser habitual. Te acoges al general. Y así lo hacemos, dándonos un pequeño homenaje gastronómico con chuleta de ternera gallega, buen vino y un trozo de deliciosa tarta de queso.
Después llega el rato de descanso, de recopilar por escrito lo ocurrido y de anticiparse a la etapa de mañana (ya será la última) leyendo en mi guía el recorrido.
Luego entramos en el final de la tarde, con el ya clásico recorrido por el pueblo, visita a la iglesia que están cerrando y remate sentados en la terraza de una quesería saboreando, claro está, la correspondiente tabla de quesos. A la que luego seguirá otra de embutido. Con una botella de vino Albariño para acompañar la parte sólida de la cena. Aprovecho para comprar en este local una pulsera del recuerdo de El Camino. Y de allí, al albergue para cerrar los últimos detalles del día y prepararse para la etapa de mañana. La última.

Sexto día. O Pedrouzo-Santiago.

Desayuno a las seis y, sin más dilación, nos ponemos en camino. Nos espera hoy un tramo de 19,4 kilómetros. La proximidad de Santiago hace que progresivamente aumentemos el ritmo. Y lo hacemos más si cabe para adelantar a un nutrido grupo (64 peregrinos) de una parroquia de Puertollano. Subidas, bajadas, pasamos junto a las sedes de Televisión de Galicia y de los servicios territoriales de TVE y llegamos al célebre monte de O Gouzo, desde donde en días despejados (no es el caso del que nos asignó el destino) se vislumbra ya la catedral. Por cierto, conforme te acercas a meta la ruta está peor indicada, con menos señales y con las existentes más deterioradas.
Aquí se nos suma la pareja de Barcelona al grupo de peregrinos compacto que formamos ya Daniel, Evarist y yo y enfilamos el tramo final, que discurre por las calles de Santiago hasta que nos plantamos en la mismísima plaza del Obradoiro. Son las 10,20. La hemos alcanzado en apenas cuatro horas. La alegría nos embarga. Objetivo conseguido. La imponente fachada nos muestra la dimensión de la meta.
Nos hacemos las fotos de rigor y, con buen criterio y ya que nos hemos anticipado a la mayor parte de compañeros de camino, nos dirigimos a oficina habilitada para emitir las correspondientes credenciales de peregrino. En mi caso, también sumo el certificado de distancia, donde escriben mi nombre y la cifra de 114 kilómetros recorridos desde Sarria. La espera en la cola de la oficina apenas nos emplea diez minutos de nuestro tiempo.
Después me dirijo a una escondida oficina de Renfe situada tras la catedral y dentro de un museo, con el objetivo de cambiar mi billete de tren y salir antes al día la siguiente. Lo consigo in extremis, ya que únicamente queda una plaza en clase turista para el transporte que enlazará por vía férrea mañana Santiago con Madrid.
Y luego, a la ancestral misa del peregrino que, debido a las obras en la catedral, la han trasladado a la iglesia de San Francisco. Y, una vez finalizada, a conocer el hostal. En Santiago he optado por una habitación individual para la última noche. En cuanto entro echo ya en falta –quien me lo iba a decir- el bullicio respetuoso de los abarrotados albergues.
Ya disfrutada la ducha, llega el homenaje gastronómico diario, aunque cuesta encontrar un sitio para comer porque todos los que circundan la catedral se hallan abarrotados. En el mejor de los casos te dan cita para dentro de hora y media. Pulpo con patatas de base (poco habitual en los anteriores municipios la presencia del tubérculo), revuelto de huevos con chorizo, pimientos de padrón, patatas con alioli y zamburiñas deleitan nuestro paladar.
Nos encaminamos al interior de la catedral, que está marcada por los andamios y plásticos en su interior y la larguísima cola para dar el abrazo al santo. Evito esta última y prefiero pasar por la cripta y contemplar el cofre. Remate de tarde con compras para la familia en las curiosas tiendas de nikis. Regreso a la habitación para recopilar por escrito la jornada, y luego, quedada a las 20,30 horas para la cena de despedida. Antes me aseguro bien de la ruta para alcanzar la estación, que mi tren sale a las 7,48 de la mañana del día siguientes.
Media ración de pulpo, navajas y mejillones para rematar la experiencia y brindar por la amistad que El Camino ha sembrado entre Evarist, Daniel y yo. Después, último paseo por la ciudad para rematar, con unos minutos de silencio en la plaza del Obradoiro con el fin de disfrutar del momento. Lo último lo conseguimos, aunque el citado silencio lo trunca una tuna compostelana con su clásico repertorio. Quizás el mejor epílogo.
Comienzan las despedidas. El destino quiere que, en la dirección hacia el hotel, nos crucemos con tres chicas de diferentes municipios de la provincia de Castellón con las que hemos coincidido en anteriores ocasiones y, al pasar por la ventana de un bar, veamos a Toni y a José María con su grupo de nuevos amigos. En seguida se giran y podemos entablar nuestra última conversación.
Y así, con despedidas entrañables y sentidas, concluye mi experiencia en El Camino de Santiago. Lo emprendí sin expectativas previas, dejándome llevar y con la única premisa de disfrutar del trayecto y de lo que surgiera. Lo termino con las piernas menos cargadas de lo que pensaba, sin ampollas (posiblemente gracias a los masajes de vaselina y visvaporús), con los paisajes gallegos en mente y con una sensación de plenitud y de haber saboreado una vivencia fabulosa. Y, por supuesto, con ganas de repetir. Posiblemente por otro de los caminos, o por un tramo diferente del denominado Camino Francés, y sumando algún día más.

Esta crónica me la ha publicado, por etapas, también la web soloqueremosviajar.com

Puedes leerla en los siguientes enlaces:







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