Calpe despunta por sus playas a poniente y levante, por su paseo marítimo, por ser una población costera o por contar con el imponente parque natural del peñón de Ifach. A todo ello suma, menos conocido, un casco urbano que conserva las esencias del clásico pueblo valenciano, con sus calles estrechas y algunas peatonales, llenas de recovecos, adornadas de fiesta en algunos casos aunque no estén celebrándola.
Entre esas callejuelas se halla la denominada Justicia, y en
uno de sus laterales, difuminado por las casonas, aparece el hostal residencial
Terra de Mar. Contrasta con los enormes edificios hoteleros de Calpe; más bien
constituye la antítesis. Apenas cuenta con una decena de habitaciones, cada una
con sus detalles personalizados, con sus toallas dobladas con firma propia, o
con flores en sus rollos de papel higiénico, por explicar hasta donde llega ese
detallismo.
En las paredes de la escalera puedes leer frases
inspiradoras que exaltan el amor o promueven la paz interior. Hasta que subes a
la cima, a su ático, presidido por un buda del que mana una fuente. Es el
espacio de la relajación, la calma, el té, la música masajeante, los desayunos
en los que las servilletas tienen forma de flor, los platos se riegan de sal
desde una especie de varita mágica o la leche se sirve en taza con forma de
vaca.
Todo en un ambiente de sosiego, desde un mirador que abarca gran parte del casco antiguo, repleto de velas por la noche, con la compañía, a escasos metros, del campanario iluminado. En este hostal preguntan al cliente el motivo del viaje y tratan de hacerlo lo más agradable y personalizado posible sobre esa referencia. Por ejemplo, si vas para celebrar un aniversario de boda puedes encontrarte con una botella de vino y dos copas sobre una cama repleta de globos y con dos toallas metamorfoseadas de cisne.
El hostal Terra de Mar representa el remanso de paz
insospechado en una localidad turística, el lugar que recarga energía para
ascender al peñón de Ifach. Se halla a una media hora a pie del citado parque
natural. Para llegar se puede bajar por la calle Gabriel Miró, después se
enlaza con Pintor Sorolla y se alcanza el paseo marítimo. Desde allí se camina
con una pequeña escala en el yacimiento arqueológico de los Baños de la Reina,
sorprendentemente devorado por los matojos.
Siguiendo la ruta comienza el ascenso al imponente peñón. El
primer tramo hasta el túnel va en zigzag y se puede recorrer más o menos con
tranquilidad. Teóricamente resulta necesario registrarse en la web del parque
natural antes para entrar, porque el aforo se encuentra limitado. En esta
ocasión no pedían el documento de la inscripción. La subida se hace confortable
hasta llegar al túnel. El elevado riesgo de resbalar al atravesarlo y la casi
necesidad de caminar sujeto a las cadenas laterales da un pista de lo que te
encontrarás después.
A la salida del penumbroso túnel empieza a complicarse la
senda, hasta el punto de que desaparece en tramos en que para ascender
prácticamente hay que trepar por las rocas. No existe ya vallado de madera que
evite las caídas al vacío. El paisaje mejora en la misma medida en que aumenta
el riesgo de la ascensión. Las majestuosas gaviotas con las que te cruzas te
hacen de guía. Llega un momento en que tienes el mirador de Carabiners a 351
metros y la cima del peñón a 550. Eliges. O puedes hacer ambos. Más sencillo el
primero. Piensa que la bajada resultará igual de compleja que la subida.
Una buena recompensa al descender la constituye el paseo por
las cercanas salinas, que ya no lo son tal. No obstante, su principal atractivo
lo aportan los pelícanos que con esbeltas poses lo pueblan. Dejan en tu mente
la imagen de la otra Calpe, la de la tranquilidad, la de la búsqueda de la paz
interior, la zen.
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