Chinchilla de Montearagón. Aunque el objetivo de este viaje lo constituye la histórica ciudad albaceteña de Almansa, lo iniciamos en la localidad del llamativo castillo sobre su cerro, ubicada en las cercanías de la capital.
La intención consiste, precisamente, en contemplar su imponente fortaleza, a la que se accede o por coche o, si en una bifurcación donde se pierde la señal física no se acierta con el camino, a pie montaña a través.
Para desgracia del visitante, y aunque en teoría abre
durante toda la jornada, las dos puertas se hallan en el sábado que acudimos
completamente cerradas. Sí, dos entradas con pórticos de madera, algo que no
suele ser habitual en un castillo. En este caso, la trasera, la poterna, se
encuentra bien visible y accesible por una rampa.
A falta de recorrer el interior de la fortificación entramos en la bonita iglesia de Santa María del Salvador, del siglo XVII, y paseamos por la concurrida Plaza de la Mancha de Chinchilla, a la que se accede por un arco y en la que la diferencia de situarse bajo un rayo de sol o hacerlo a la sombra supone sensación de cambio de unos diez grados. Ambiente de aperitivo en este céntrico lugar en el que destacan la Torre del Reloj o la fachada barroca del Ayuntamiento.
De Chinchilla hacemos otra escala previa antes de Almansa. En esta ocasión desandamos camino y nos dirigimos hacia Valencia para, antes de llegar a nuestro objetivo, tomar dirección norte y adentrarnos en el casco urbano de Alpera.
Son las cuatro de la
tarde de sábado y se halla casi todo cerrado. De todas formas, podemos
circunvalar el pozo de la nieve, ese enorme nevero del siglo XVII y utilizado
hasta el XX para conservar el hielo. Su singularidad radica en, precisamente,
sus grandes dimensiones y en que, pese a que se trataba de construcciones
habituales del pasado, no resultan sencillas de encontrar en el presente.
Coincidimos con varios vecinos que pasean con sus perros. Nadie más se acerca hasta un lugar con un par de entradas cubiertas por unas rejas. La visita da para poco más que la inspección ocular externa.
Y, ahora sí, afrontamos el camino definitivo a Almansa, donde
nos alojamos en el hotel Blu. Anunciaban spa, y está cerrado. Esa sensación
aumenta al no funcionar las placas de metal domóticas que tapan las ventanas
acristaladas de las habitaciones, con lo que únicamente pueden abrirse
parcialmente poniendo un tope de madera. Se trata de cuestiones que con un
aviso previo o con un detalle de la casa para compensar podrían atenuarse.
Comprobamos rápidamente la animada vida comercial en el
centro de Almansa, con su concurrida Rambla, la feria navideña y el agradable
tramo peatonal que rodea la plaza de Santa María y que conduce desde la iglesia
arciprestal de la Asunción hasta su castillo. A estas horas de la tarde ya
destaca, erguido, el citado castillo por su iluminación nocturna que lo hace
visible desde kilómetros a la redonda. Dejamos la visita para el día siguiente
y nos sumergimos en las calles de galerías comerciales.
Si algo me llama poderosamente la atención con las primeras horas diurnas y el paseo matutino consiste en ingente extensión de solares. Algunos están vallados y otros no, pero en ninguno da la sensación de que esté prevista la construcción de viviendas o la habilitación como jardines más allá de un cartel que anuncia un proyecto alrededor de la casa de Don Manuel. Entre la pista de atletismo, la carretera de Aragón y la nacional 340 se multiplican los espacios yermos.
Llega el momento esperado: la visita al castillo. Accedemos
por la calle La Estrella, en cuyo origen una rotonda recuerda la decisiva batalla
de Almansa de 1707 que enfrentó a las tropas del francés Felipe V y a las del
archiduque Carlos de Austria. Batallaron en una explanada como la que he
recorrido. Resulta sencillo imaginar el lugar.
Y esa recreación mental la facilita el amplio mural que
dibuja escenas de la contienda en la citada calle La Estrella y, desde luego,
el museo dedicado a ese enfrentamiento bélico que culminó con la victoria del borbón
y el hundimiento de las tropas del segundo, que se habían hecho fuertes en lo
que constituyó la Corona de Aragón.
Esa conflagración, que se dilucidó en apenas unas horas a
favor del ejército más numeroso frente al que englobaba también a tropas
inglesas, portuguesas y de Países Bajos, supuso un castigo que todavía perdura
en la Comunidad Valenciana: la supresión de los fueros concedidos en el siglo
XIII por Jaume I. Esto supone la imposibilidad legislativa en cuestiones clave
como herencias o divorcios.
De ahí que todavía retumben territorio valenciano el dicho popular “El mal que ve d´Almansa a tot alcança” o incluso otro más genérico pero igualmente despectivo hacia esta zona: “de ponent, ni vent ni gent ni casament”.
Del museo ascendemos hasta el castillo. Se accede previo
paso por una casa construida, cuya puerta trasera, después del pago de la entrada
de cuatro euros, se traspasa para ascender por unas escalas y plantarse ante la
impresionante barbacana. Con su clásica forma en ´u´ para atrapar a los
atacantes, está perfectamente conservada, con sus tres torres principales y una
cuarta menor.
Constituye la antesala del cogollo del castillo propiamente dicho, con su patio de armas y un extenso pabellón de restos arqueológicos. A partir de aquí ya queda deambular por sus almenas, sentir la historia y contemplar la panorámica, y ascender por la escalera en forma de caracol hasta la cima de la torre del homenaje.
Terminó este recorrido rápido por un tramo de Albacete que
bien merece una visita pormenorizada. Falta retornar a Valencia aunque por el
camino paramos en un local tan popular como Casa Doménech, en la población de
Alberic, para saborear su clásico bocadillo circular del mismo nombre que se
basa, además de en un filete de lomo, en una salsa de tomate de receta secreta.
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