José Manuel García-Margallo, el ministro de Asuntos
Exteriores por excelencia del Gobierno de Rajoy, ha apelado a la movilización
de las bases para elegir al nuevo presidente del Partido Popular. Y para
exhibirse como alternativa. En veteranía, en ese irredento carácter
independiente que lo caracteriza, en su oposición a la estructura clásica del
partido, ejemplificada, ahora y en el caso de Margallo, en las consideradas
herederas naturales (Soraya Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal) y
en su llamada a los afiliados para decidir el destino de su formación, recuerda
al aguerrido senador de Vermont.
También con esa premisa de ejercer de portavoz del afiliado de a pie ha rebrotado José Luis
Bayo. El que fuera presidente de Nuevas Generaciones en la provincia de
Valencia nunca ha acabado de eclosionar. Sus trazas de águila política de hace
una década se han quedado, por el momento, en el sosegado vuelo de la gaviota
que sirve de emblema a su partido. Como Santi Mina en el Valencia CF. Aunque
todavía tiene margen de mejora.
Eso sí, en cuanto avista tierra, Bayo agita sus alas y se
lanza en picado. Como cuando presentó guerrilla a Isabel Bonig para dirigir el
PP de la Comunidad Valenciana. Ahora, con ese listón tan accesible de 100
avales, ha decidido optar también a la presidencia nacional. Sin complejos.
¿Por qué no?
En tiempos de vértigo político y con la figura paternal de
Mariano Rajoy, experto en marcar pausas, entre bambalinas y fuera de escena, el
Partido Popular puede dejar de ser el partido previsible. El trío mediático
(Soraya, Cospedal, Feijóo) no convence a numerosos militantes. Las dos
primeras suponen más de lo mismo, cuando
lo mismo las encuestas llevan meses demostrando que causa hastío al votante. Y
la imagen de Núñez Feijóo arrastra sombras y desconfianza. En el resto de
España no rezuma el aroma vencedor que embriaga en Galicia.
En este contexto de inestabilidad, un paso erróneo puede
arrojar al precipicio una carrera política para quienes tienen bastante que
perder. En cambio, para otros, como Margallo o Bayo, constituye una
oportunidad. El neoyorquino Bernard Sanders colocó en un auténtico brete a toda
la estructura demócrata y casi descabalga de la carrera presidencial a la
candidata por antonomasia del partido, Hillary Clinton. Comenzó aparentemente
sin posibilidad alguna, desahuciado por los medios, y logró configurar una ola
de simpatía y apoyo espontáneo que le dejó a un puñado de delegados de ser candidato
a presidente. Quizás él hubiera ganado al rival republicano, Donald Trump.
En los últimos años hemos vivido numerosas experiencias de aspirantes
despreciados de antemano que consiguen dar un vuelco a los pronósticos. Macron,
Corbyn…, el mismo Pedro Sánchez. Y todos
lo logran movilizando a las bases contra la estructura. O al votante
desencantado que quiere castigar el acartonamiento, la arrogancia o el
distanciamiento del partido en el poder. Ganan izados por la fuerza, la ira o
el desenfreno de la militancia, del pueblo…, al que consiguen ilusionar o
levantar.
La afiliación del PP tiene ahora la oportunidad de decidir
por sí misma. Sin tutelas. Su anterior presidente, José María Aznar, estuvo
jugando con tres cartas (Rato, Mayor Oreja y Rajoy) hasta que al final
convirtió al último en el rey de la baraja. No había más opción. Solamente la
de la aclamación.
Ahora, Rajoy ha dejado claro que no tiene delfín. Que ni tan
siquiera va a condicionar susurrando un nombre. Deja a la militancia esa labor.
En las próximas semanas veremos si supone un peso o una oportunidad. Si se
dejan llevar por la inercia de los candidatos conocidos y predecibles, por los
dictados del ´aparato´ y las apuestas mediáticas, o se permiten arrastrar por
la brisa del cambio, por virar hacia tierras ignotas, por votar a candidatos
que ilusionen más que a aquellos que garanticen continuidad.
Desde su lugar en la oposición en el Congreso y en la
mayoría de comunidades autónomas y ayuntamientos, el PP tiene mucho menos que
perder con un cambio que en el pasado. También esta situación se extrapola a bastantes
afiliados que antes votaban o
movilizaban para amarrar cargos y que ahora participarán como militantes de a
pie, sin nada que conservar. El PP puede dejar de ser el partido previsible.
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