Y hoy, nueva jornada de calor intenso, tenemos programada la visita al Parque Minero de Riotinto, otro de los lugares emblemáticos de la provincia y, creo que por desgracia, poco conocido en el conjunto de España pese a su singularidad, como mínimo, nacional.
Nos cuesta más o menos una hora llegar, siempre en dirección hacia Badajoz,
al interior, hasta el municipio de Ríotinto. Lo primero que hacemos es recorrer
el museo, que reproduce un trazado de mina de la época romana, porque estas
explotaciones son bimilenarias, sobre todo para extraer cobre, aunque también
otros muchos minerales dada su fertilidad. Observamos también un curioso vagón
de tren que en principio lo iba utilizar la reina Victoria pero que acabó
destinado a esta empresa minera de dirección inglesa que en los siglos XIX y XX
se ocupó de arrebatar a la tierra todos los minerales que consiguió y, en ese
empeño, en dar trabajo a miles de personas, en condiciones que hoy nos
parecerían bastante más que reprobables. Aunque eso ya es historia.
Y así nos lo expresan los paneles informativos, los vestigios de la
maquinaria que empleaban, el relato de la matanza que hubo tras una protesta
masiva de los pueblos de la comarca y otros muchos detalles.
Desde ahí, antes de subir al tren minero, nos desplazamos con el coche unos
kilómetros para subir hasta el mirador de Cerro Colorado, desde donde se divisa
una imponente mina a cielo abierto que en la actualidad, desde hace unos años,
se encuentra en explotación. La panorámica resulta imponente, de esas que no se
olvidan en años.
Y ya nos vamos hacia la estación del tren minero. Allí subiremos en uno de
los vagones recuperados para turistas y nos moveremos una media hora larga de
ida y otra de vuelta, siempre en paralelo al río llamado Tinto porque el color
de ese vino tienen sus aguas debido a la enorme proporción de minerales que
contienen -principalmente hierro- y la acción de las bacterias sobre ellas.
Otra sorpresa que sumamos mientras observamos lo que nos describen como el paisaje
más parecido al de Marte que se conoce, que ha servido de escenario para
películas de astronautas o de investigaciones de la NASA. Nada de vegetación
entre escoria de minería.
Bajo un tórrido calor que todo amodorra, y siempre en paralelo al río Tinto,
avanzamos junto a cementerios de restos de maquinaria que hace un siglo
trasladaba los frutos de las minas hasta Huelva, o al lado de lo que fueron
prolíficos municipios o fondas y que ahora perecen en el abandono. La
devastación de la riqueza que emergió en el pasado y que tantos réditos ofreció
a romanos o a británicos.
El tren realiza una parada técnica para cambiar la orientación de la
locomotora y para que quienes viajamos podamos descender y tocar el agua rojiza
del río que tanto nos llama la atención desde lejos y que nos sigue
sorprendiendo cuando, con una mezcla de temor y curiosidad, la tocamos. Sin
incidencias, aunque nos advierten de la corrosión de anillos u otros objetos de
metal que podamos llevar en nuestras manos.
Retornamos. Comemos muy bien en el restaurante La Fábrica, de nuevo en la
localidad de Ríotinto, y, a apenas unos metros, entramos en la recreación de la
casa de un ingeniero medio (como nos insiste el guía del lugar) en el barrio de
Bella Vista, exclusivo para el equipo directivo de la explotación minera.
No falta un solo detalle que les haga sentirse como su Inglaterra natal,
como las fotos de los partidos de fútbol. Porque sí, estos ingleses trajeron a
España la práctica del deporte más popular en la actualidad. En una centenaria
página del periódico La Provincia aparece una crónica del partido entre el
Recreativo de Huelva (decano del fútbol español) y el Ríotinto, con victoria de
este último, por cierto, cero a uno.
Desde el segundo piso de esta vivienda contemplamos la enorme piscina a
disposición de los usuarios de este barrio todavía selecto, aunque ya no para
promotores de la mina. De esos, de su recuerdo, únicamente queda la casa museo
21. Y así, casi a las seis de la tarde y entre un aire irrespirable por el
calor, retornamos a la base casi a las seis de la tarde.
La suma de las entradas de museo, tren y casa 21 cuesta unos 17 euros.
Doñana y la
aldea de El Rocío
Tercer día en Huelva y afrontamos la visita a otros dos de sus emblemas:
Doñana y El Rocío. De hecho, la salida en autobuses 4x4 para el primero se
realiza muy cerca de la célebre ermita del segundo, en el mismo poblado.
Las 8 de la mañana es la hora prefijada de partida de nuestro autobús. Así
iniciamos el recorrido con nuestra guía, Elena Boa, que durará unas tres horas
y 45 minutos. Partimos dos vehículos a pesar de hallarnos en una temporada en
la que, como me explicará (logro sentarme en primera fila, junto a ella)
nuestra cicerone, suelen salir cinco cada mañana. Los precios disparados desde
2022 han frenado la inversión o el gasto en turismo.
Los horarios de salidas diarias son las 8 y las 18 horas. El objetivo final
consiste en avistar alguno de los 95 linces que habitan en el Parque Nacional
de Doñana; no obstante, al circunscribir nuestro recorrido prácticamente a la
parte onubense -excepto la cafetería donde hacemos la segunda parada, que está
en término de Sevilla- las posibilidades se limitan. De hecho, no llegaremos a
ver.
Sí contemplamos cernícalos, ciervos o conejos, además de caballos de las
marismas, que viven en libertad en esta amplia zona casi desértica en estas
semanas. También avistamos pelícanos, concentrados en la única charca que
malvive a la sequía.
En cualquier caso, aprendemos, gracias a las explicaciones de la guía,
sobre la berrea y la borra de los ciervos y la importancia de sus cuernos para
aportar calcio a las ciervas en el embarazo, o sobre las hormigas león, también
conocidas como monstruo de las arenas, y cómo atrapa, sumergida bajo tierra, a
las hormigas que se acercan a su espacio.
Igualmente adquirimos conocimientos sobre la historia del escupidero
colgado de un poste cuyos reflejos evitaban que dos trabajadores se perdieran
en la inmensidad de las marismas o por supuesto, las dificultades para lograr
que sobrevivan los últimos ejemplares de lince ibérico. Todo ello mientras el
autobús va dando saltos sobre las pistas de arena habilitadas para recorrer
Doñana mientras tratamos, con los prismáticos que nos dejan, de observar y
grabar en nuestra memoria las mejores escenas.
Llegamos acalorados y emprendemos el recorrido por el poblado de El Rocío,
sin una calle asfaltada, ya que todas están cubiertas de arena para favorecer
el discurrir de caballos. La sensación de atravesar sus vías, entre edificios
de hermandades y casas particulares y pisando sobre arena más o menos densa,
como si paseáramos por la playa, resulta curiosa. Nuestra guía nos ha comentado
que consigue alojar a los alrededor de dos millones de personas que acuden en
la romería de El Rocío, una aldea de Almonte en la que el resto del año habitan
unas 2.000 personas, según nos continúa relatando. Parece imposible, aunque
insiste en que es posible debido al aprovechamiento al máximo del espacio para
habilitar camas.
Entrar en la ermita impresiona porque la relacionas con las demostraciones
de religiosidad y fervor que observas cada año en televisión o vídeos el fin de
semana del lunes de Pentecostés. Hoy hay poca gente. Te venden bonos en la
entrada para sorteos con los que sufragar gastos de hermandades, te ofrecen cirios
para la Virgen o subirte en un pony, y, una vez dentro de la ermita, llama la
atención la pulcritud de las paredes, con su blanco impoluto, y la imagen
dorada que tanta devoción recibe.
Desde allí nos trasladamos a la cercana playa de Matalascañas, donde damos
un paseo sobre los acantilados que coronan el litoral para observar el mar y a
quienes toman el sol en su orilla. Terminamos en Bananas Heidi, un chiringuito
con una preciosa panorámica playera y suculentas tapas.
Puedes leer también la crónica en soloqueremosviajar.com pinchando este enlace
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