Después de un paseo matutino circunvalando Évora y bordeando sus murallas, nos desplazamos en dirección a Lisboa, aunque no para llegar a la capital portuguesa. Nos pararemos 30 kilómetros antes, en Setúbal, ciudad portuaria con alrededor de 130.000 habitantes. Discurre casi todo el trayecto por autovía. Ocho euros cuesta utilizar el tramo entre Évora y Setúbal.
Llegamos sobre las 12 horas, por lo que nos resulta bastante complicado
encontrar aparcamiento céntrico. No vemos subterráneos y las zonas azules están
cotizadas. Al final, con pago a gorrilla incluido, lo dejamos en la céntrica
avenida Luisa Todi, que atraviesa la ciudad a lo ancho, en paralelo a la
costa.
También nos cuesta hallar una oficina de turismo y, mientras andamos, nos
topamos con el típico trenecito que te pasea por los puntos urbanos más
interesantes. Nos subimos y durante parte del trayecto nos hace una visita
particular, ya que no hay más pasajeros. Te cobran seis euros el viaje, y siete
el día completo para subir y bajar a tu antojo en alguna de sus diez paradas.
No funcionan los audífonos, con lo que se nos queda la visita incompleta. Sí
que nos sirve para percatarnos de que los encantos, como mínimo en el recorrido
del trenecito, no abundan.
Vamos a lo largo por la avenida Todi y, desde ella, empalmamos con la de
José Mouriño, en honor el polémico entrenador de fútbol originario de Setúbal.
Esta última vía urbana sí que discurre en paralelo a la bahía, que tiene la
curiosa capacidad de juntar el río Sado y el océano Atlántico.
Tras 40 minutos de trenecito, descendemos con rapidez para que nos dé
tiempo de visitar el mercado do livramento, con sus puestos de venta de
pescado, frutas y verduras o carne. En el pasillo central la imagen de unos
gigantes estáticos recreando oficios como el de carnicero le da un toque
singular
Cruzamos otra vez la avenida Todi para adentrarnos en la plaza de Bocage,
donde está el ayuntamiento, visitable en su planta baja, la estatua del poeta
que da nombre a la citada plaza y numerosas terrazas de cafeterías y
restaurantes en un lugar con encanto que se presta a disfrutar de un rato de
ocio mientras se contempla el tránsito de peatones. No obstante, decidimos
sumergirnos en las calles, también sin tráfico, que la contornean, con sus
tiendas y bares, para pararnos en uno de ellos a comer pulpo con una especie de
ajillo.
Subimos al castillo de San Felipe, construido bajo el mandato de Felipe I
para frenar a la marina inglesa. Impone desde fuera y, sobre todo, encandila la
vista desde sus murallas, con una panorámica preciosa de Setúbal. Del resto de
la fortaleza, a parte de sus almenas, poco puede visitarse si descontamos una
capilla. Quien quiera disfrutar de la perspectiva tomando algo puede aposentado
en una cafetería instalada en uno de los puntos más elevados de la fortaleza en
la que, por cierto, puede aparcarse el coche en su interior tras rebasar la
única entrada.
Con un recorrido en coche junto a las playas cercanas -imposible parar,
están abarrotadas- concluimos el recorrido por Setúbal y regresamos a Évora.
Una hora más de coche. Antes de acabar el día paramos en un supermercado de la
cadena Pingo Doce. Hemos observado muchos durante estos días en centros
comerciales, pero todavía no había surgido la oportunidad. Son estilo
Carrefour, por lo que aprovechamos para comprar vino blanco y el clásico vino
verde portugués. Y con ese regusto llega nuestra última noche. Mañana, regreso
a España tras un intenso periplo por la provincia de Huelva y por el Alentejo,
en Portugal. Antes, nos pasamos por la fortificada Elvas, a ocho kilómetros de la frontera con España.
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