Después de tres horas y media de conducción desde Valencia hasta el aeropuerto madrileño Adolfo Suárez -por primera vez contratamos el servicio de aparcacoches-, cuatro horas y media de vuelo para aterrizar en Estambul, 30 minutos de carrera por el Ataturk debido al retraso de Turkish Airlines en el primer trayecto para empalmar con el segundo hacia Amman, y dos horas y media más de transporte aéreo, aterrizamos en la capital jordana sobre las 23,30 horas.
Aunque nos
ahorramos el trámite del visado individual al ir en grupo, sufrimos esa
dependencia colectiva, ya que la maleta de una de las personas con la que nos
han agrupado no ha llegado a destino. Toca llevar a cabo el siempre penoso
trámite de reclamar, con la espera grupal consiguiente.
Asomamos a
la enorme plaza situada junto al aeropuerto reina Alia. Primera imagen de
Jordania. Trasiego de gente, animación, conversaciones...a la una de la noche.
Mientras nos
desplazamos, casi entre penumbras, alrededor de una hora hacia nuestro hotel,
ubicado junto a la orilla que este país tiene en el mar Muerto, el guía nos va
regando con una lluvia de información sobre Jordania en nuestro refugio de aire
acondicionado que constituye el autobús.
Once
millones de habitantes, de los que 4,5 viven en Amman, seguridad absoluta las
24 horas -"la gente puede dejar abiertas las puertas de sus casas, que no
les van a robar", afirma Mohamed que, cómo no, así se llama nuestro guía-,
400 metros bajo el nivel del mar es la altura a la que se encuentra el Muerto
(mar también, aunque en la práctica sea un lago salado), repertorio de
excursiones opcionales que a esas horas de la noche no apetece ni pensar en
ellas...
A las dos de
la madrugada -una hora menos en España- llegamos a nuestro hotel, el
Grand East, perdido, como otros tantos, en el entorno del mar Muerto, donde hay
poco más.
Baño en el mar Muerto
El griterío
de niños en el pasillo nos despierta. Eso y la luz que desde antes de las seis
de la mañana ya desborda las cortinas. El desayuno es buffet, más adaptado al
gusto de la mayoría de la clientela del hotel, árabe. Está lleno de turistas de
países vecinos que, como pronto comprobaremos, disfrutan de las cuatro piscinas
del complejo aunque evitan el agua hipersalina del mar vecino. Supongo que ya
la tienen muy vista y sentida.
No es
nuestro caso. Lo primero que hacemos, después de deambular curioseando el
enorme hotel, con una conservación bastante alejada de nuestros cánones
occidentales más pendientes de decorar hasta los pequeños detalles, es
desplazarnos el alrededor de medio kilómetro que cuesta descender hasta la
playa privada.
Perfectamente
acotada por unas boyas, con sus tumbonas, ahí queda la coqueta playita en la
inmensidad de terreno desértico.
Aunque
incurramos en el tópico, no desaprovechamos esta ocasión irrepetible de hacer
foto a quien flota en el mar y de disfrutar de esa inusual situación. Cuesta
moverte, te escuecen hasta heridas que desconocías que erosionaban tu cuerpo,
te entra -pese a que evitas chapotear para que no entre en tus ojos sal- algo
de agua en la boca y sientes como si mordieras un bacalao en salmuera, pero lo
disfrutas. Me recuerda al lago Titicaca, entre Perú y Bolivia, y sus islitas de
totora en la originalidad. Se trata de lugares irrepetibles.
Y del agua
salada vas a la vasija de barro ya preparada, metes la mano -por un instante me
siento como pienso que puede sentirse un alfarero-, coges fango y te embadurnas
el cuerpo. Y así aguantas unos 15 minutos, hasta que notas que se va secando.
De ahí al mar de nuevo para quitarte el barro, excepto el de la cara, que lo
aguantas un poco más y ya te lo desprendes bajo el agua de la ducha situada en
la orilla. Después te tocas la piel y realmente la notas más tersa. Ya veremos
lo que aguanta. Y a secarte a la sombra en apenas un par de minutos. La sensación
de bochorno y de calor recalcitrante se convierte en compañera inseparable.
En efecto,
en la playa hotelera del mar Muerto estamos pocos más que el grupo de
españoles. Los clientes árabes prefieren las piscinas, en las que el agua
parece también hervida recientemente, como la del mar Muerto, como un caldo.
Por mucho que vengas de un país de veranos tórridos y de una zona, la Comunidad
Valenciana, acostumbrada al calor Mediterráneo, este calor jordano resulta
sofocante. Junto a la baja altitud eleva la sensación de cansancio y dificulta
la respiración. Se trata de aclimatarse. Para eso está el día de hoy, más
playero y hotelero, porque en los próximos nos esperan Wadi Rum y Petra,
palabras mayores.
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