El recorrido por la provincia de Huelva comienza en Moguer, la localidad en la que comprobaremos, prácticamente desde el mismo momento en que bajamos del coche, que el Nobel de Literatura Juan Ramón Jiménez es el hijo pródigo y su legado está presente casi en cada esquina. Junto al monasterio de Santa Clara, en uno de sus laterales, emerge la tranquila estampa de una reproducción del célebre burrito Platero en hojalata. Nos cruzaremos con unas cuantas más.
Por desgracia no podemos entrar el citado monasterio, uno de
los edificios más imponentes de esta población de algo más de 20.000
habitantes, ya que celebran un evento en su interior y lo han cerrado al
público. Por tanto, vamos directamente al siguiente hito: la casa museo del
escritor, que no la natalicia. En la que visitamos permanecen los recuerdos de
la vida y obra del autor de Platero y yo; en la que nació, por lo que nos
informan en la oficina de turismo, ofrecen más el contexto económico.
Mientras nos acercamos los versos del poeta despuntan en
elegantes placas en diferentes tramos urbanos. Nos guían hasta su hogar. Allí
cuesta que nos abran la puerta. La persona encargada de los visitantes
permanece en un despacho interior y solamente acude a abrir si insistes
pulsando el timbre. Pronto comprobamos que en Huelva, a poco que cada núcleo
familiar lo componga un mínimo de tres personas, siempre compensa sacar la
entrada familiar.
La casa museo muestra, en diferentes estancias, los avatares
de la existencia vital y literaria de Juan Ramón Jiménez y su inseparable
esposa Zenobia. Podemos contemplar sus aposentos, su enorme colección de
publicaciones, leer sus periplos por países como Estados Unidos o Cuba y sentir
su orgullo al recibir el Nobel ya en la etapa final de su vida. Moguer rinde un
precioso tributo a su ciudadano más universal que ayuda a admirar su figura.
Desde esta población nos desplazamos al cercano monasterio franciscano de la Rábida, en el municipio de Palos de la Frontera, donde se forjó la leyenda de Colón, o la simiente de la gesta, como denominan sin más por estos lares al descubrimiento de América.
Una visita con audioguía (3,6 euros adulto) por su interior
en 17 etapas describe la llegada de Cristóbal con su hijo Diego en petición de
ayuda, sus conversaciones, la vida monacal, la intercesión decisiva con la
reina Isabel la Católica o la participación de Martín Alonso Pinzón y sus
hermanos, con la conclusión de la visita en una sala que contiene banderas de
los países castellanohablantes y un cofre con arena de cada uno. Todo ello
mientras se visita las salas o los dos claustros, incluido el mudéjar.
Nuestro siguiente hito, a apenas un kilómetro, lo constituye
el muelle de las carabelas, donde reposan reproducciones de la Pinta, la Niña y
la nao Santa María, las tres embarcaciones con las que se desplazaron Cristóbal
Colón, los pinzones y el alrededor de un centenar de marinos que llevó a cabo
esa histórica travesía en 1492 que finalizó con el descubrimiento de América.
Además de pasear por su interior y comprobar las dificultades
para compartir espacio la tripulación, las vituallas y los aparejos marinos en
tan limitado lugar, en el muelle también puede observarse una réplica de un
pequeño poblado Guanahani, el primero con el que se topó la expedición española
en la nueva tierra, y la recreación de algún habitáculo de la España del siglo
XV. A todo ello se suma la contemplación, en una enorme pantalla y emitida cada
hora, de un documental de 20 minutos en el que las dos carabelas hablan en primera
persona de lo que vivieron. Sí, una curiosa e interesa personificación de las
embarcaciones. Al igual que en la Rábida o en la casa museo de Juan Ramón
Jiménez, coincidimos con un número reducido de visitantes, que contrasta con la
importancia histórica del legado que podemos disfrutar. Nos sorprende. Más
fácil para detenerte donde quieras y pasear a tu ritmo, aunque no hace justicia
a la relevancia de lo que vemos.
Del muelle nos desplazamos a Huelva ciudad, y más en concreto
a su zona portuaria, al restaurante la Cantina del Puerto, con vistas a la
enorme ría y donde puede degustarse, por ejemplo, la gamba blanca clásica
onubense o el autóctono, helado Luis Felipe con el brandy de ese nombre. Y
regreso a la tranquila y apartada hacienda donde nos alojamos, en el término de
Lucena del Puerto, porque en Huelva, en las tardes de verano no hay un alma
callejeando. La calina estival provoca estragos y obliga a dosificar energía y
reservar las ganas de seguir visitando para cuando baje el sol.
Esa noche volveremos a Moguer a ver a una amiga, Carmela, natural de esta
localidad, que vive en una casa señorial cuyo origen se remonta al siglo XVI,
cuando fue construida como posada. Con ella pasearemos por el casco histórico,
repleto de blasones, terrazas, casonas... con el sonido que proviene de los
restos del castillo, donde interpretan una obra de teatro (La Bella y la
Bestia). Y cenaremos en el Lobito, un restaurante que se caracteriza por su
enorme parrilla. Después disfrutaremos de los extraordinarios dulces de la
confitería La Victoria.
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