Con este relato participé en el libro 101 relatos del periodismo, confeccionado por Editorial Vinatea y presentado en la última edición de la Feria del Libro de Valencia.
Un gran hombre
Divine hizo cálculos mentales. Miró los fardos y anotó en su
agitada mente que habría recolectado unos cuatro kilos de café. No estaba mal
para tratarse de las cinco de la mañana y contando el tiempo que tenía que por
delante antes de que las altas temperaturas y la elevada humedad que marcan las
tareas en Kivu del Norte, la remota región de la República Democrática del
Congo en la que vivía, le obligarán a sustituir la recolección al aire libre por
labores domésticas, ya más protegida del sol.
Hoy trabajaba con mayor rapidez que otros días. Lo hacía con
un especial frenesí. Y no porque Divine Mabiala no fuera una joven dedicada de
pleno a la tarea que le encomendaba su familia –de hecho, ese carácter
laborioso destacaba como una de sus principales cualidades en las
conversaciones preliminares de su madre por buscarle esposo-, sino porque esa
noche apenas había podido conciliar el sueño.
En su cabeza atronaba la conversación que había escuchado de su padre, el poderoso Emmanuel Mabiala, con Jean Oko, un vecino siempre atento a cualquier novedad que llegara bien de la capital, Kinsasa, o bien de la más cercana ciudad de Butento. En la imaginación de Divine, que nunca había recorrido distancias que superaran los diez kilómetros desde su aldea de Marimba, ambas urbes se hallaban igual de lejanas.
El diálogo entre Mabiala y Oko había trascurrido en francés,
la lengua que utilizaban cuando no querían que cualquier oído indiscreto
captara lo que decían. O cuando discutían de política. Para el resto de conversaciones
empleaban el bantú local. No obstante, Divine, sin haberlo estudiado,
comprendía, a base de escuchar e interpretar subjetivamente, algunas palabras en
francés. También conocía bien a su padre y sabía que cuando hablaba en susurros
algo le preocupaba. Estaba acostumbrada a su tono elevado, de mando constante.
En esa conversación habían mencionado en varias ocasiones a
Bernabé Kikaya, un hombre con mirada ladina, al que vio en una ocasión en la
que visitó Marimba para reunirse con su padre y con Oko. Ella nunca supo de qué
hablaron ni tampoco le interesó. Seguro que se trataba de cuestiones que no le
afectaban en su día a día en el campo o en la ayuda que prestaba a su madre en
la cocina o en el cuidado de sus hermanos pequeños. No obstante, no olvidaba
esa forma de mirarla por parte de Kikaya. No la hizo sentirse a disgusto, ni
mucho menos. Cuando se paraba a pensar en aquel día no sabía explicarse sus
emociones.
En cualquier caso, si en aquella lejana jornada el tono que
percibió en ese encuentro fue de alegría y de celebración, el de la
conversación de la noche anterior no había transcurrido en la misma línea. También
había escuchado el término Congo Hold-up, algo que no entendía exactamente,
aunque sí sabía, por comentarios de su amiga Therese Loemba, siempre atenta a
cualquier novedad que llegara de Kinsasa, que tenía que ver con las dudas sobre
el patrimonio de Joseph Kabila, el anterior presidente con quien su padre
siempre había simpatizado y de cuyo partido, el Frente Común por el Congo, era
militante activo.
De hecho, gracias a
esa relación con Kikaya lo había llegado a conocer personalmente, algo que
siempre comentaba con orgullo, y en bantú, con quien hablara.
La conversación de la noche anterior le había generado una
profunda preocupación. Era consciente de que algo grave inquietaba a su padre y
que, de alguna forma, tenía que ver con Kabila. Aquella charla entre Mabiala y
Oko había terminado de manera abrupta, un hecho que se solía repetir con su progenitor
pero que resultaba inusual cuando se citaba con Oko. En esos encuentros solía
reinar la camaradería. Incluso tras algunos de ellos, en días posteriores,
Divine había observado que su padre lucía un reloj enorme o un collar de
esmeraldas, o que incluso regalaba a su madre, su querida Caroline, alguna
pulsera de esas que tanto le encantaban y sobre cuya procedencia prefería no
preguntar.
Sumida en esos pensamientos transcurrieron más horas de
incesante labor recolectora hasta que, sobre la nueve, decidió que ya hacía
demasiado calor para continuar y que su madre la estaría esperando. Pese a su
malestar interior, la mañana le había cundido. Había llenado tres sacos de
café, aunque únicamente podría bajar, por el peso, con uno. Le comentaría al gran
Emmanuel Mabiela que pidiera a Pierre, un joven espigado al que su padre se
había permitido asalariar en su progresivo ascenso político, que fuera a
recoger los dos sacos que faltaban.
No obstante, cuando llegó a Marimba se quedó estupefacta. Su
padre subía, custodiado por cuatro soldados, a la parte trasera de un camión castrense.
Lo hacía cabizbajo, demacrado, con unos gestos muy alejados de su porte
característico, siempre erguido y con tintes marciales. Su amigo Oko lanzaba
toda serie de improperios a los militares, a quienes acusaba de servir a
intereses coloniales. Llegó hasta el punto de amenazar con una ruptura del
gobierno de coalición que había encumbrado a la presidencia a Félix Tshisekedi, hijo de
Etienne Tshisekedi, un líder nacional a quien su progenitor siempre había
respetado mucho pese a no compartir sus ideas.
En el camión también contempló la altiva figura de Samuel
Malanga, gobernador de Kivu del Norte en el pasado y uno de los líderes más
contundentes contra las guerrillas ruandesas que habían convertido la región en
un constante campo de batalla. Malanga estaba sentado junto a Mabiala, dos
hombres poderosos ahora aprisionados como dos ladrones de ganado.
Divine ya no volvió a ver a su padre. Lo único que lograba
averiguar de él procedía de los comentarios enfurecidos de Oko, que culpaban
constantemente de lo sucedido a una especie de conjura internacional que quería
impedir el desarrollo del país. Cada día escuchaba Top Congo FM con la
intención de descubrir nuevas informaciones.
Lo que no entendía y le podía interesar se lo traducía su
amiga Silvie, que había estudiado francés en la escuela, un lugar al que su
padre apenas le había permitido acudir a ella, algo que en ocasiones como esta
lamentaba.
No obstante, Divine nunca se había quejado. Lo que dijera el
gran Emmanuel Marimba resulta incuestionable, de obligado cumplimiento. Bajo
ese mando protector habían transcurrido sus 14 años de existencia. ¿O eran 16?
Nunca lo había tenido claro ni su madre le había disipado las dudas, por más
que le preguntó sin obtener respuesta directa hasta que se cansó de hacerlo.
De pronto, transcurrido ya casi medio año desde la
detención, escuchó el nombre y apellido de su progenitor en la radio. Quien lo
profería no era el habitual presentador de tono monocorde. No. La voz procedía
del mismísimo Joseph Kabila. No entendía bien lo que explicaba en francés. Su
amiga Silvia, sabiendo de su preocupación, se lo tradujo con rapidez.
El expresidente
hablaba de su padre y de Malanga como dos mártires en vida, como dos víctimas
del eterno colonialismo y del sistema internacional que quería impedir el
desarrollo de la República Democrática del Congo. Por sus palabras también supo
que iban a ser juzgados en la Corte Penal Internacional, otro organismo
definido por Kabila como “instrumento de la prepotencia capitalista”.
Divine respiró hondo. Una sonrisa borró la tristeza que
arrastraba su rostro. En su fuero interno se sintió muy orgullosa de su progenitor.
Había logrado lo que siempre quiso, que Kabila dijera su nombre, que todo el
mundo supiera con certeza la amistad que les unía. Definitivamente, Emmanuel
Mabiala, su padre, era un gran hombre.
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