El vaho que emana de mi boca al exhalar me avisa que el tiempo ha cambiado, que esto no es Valencia. En efecto, acabo de aterrizar en el aeropuerto Frédéric Chopin, en Varsovia, y desciendo por la escalinata del avión de la compañía Wizzair que ha llegado con media hora de antelación a la capital polaca.
El recorrido por las instalaciones aeronáuticas bautizadas
con el nombre del célebre compositor de origen polaco aunque fallecido en París
se me hace corto y con rapidez me planto en su salida y, justo frente a ella,
en las paradas de autobuses de línea.
El que me traslada al centro es el 175. El billete lo compro
en la máquina expendedora situada junto a las señales con los números de cada
transporte y lo pago con tarjeta de débito. No me hace falta moneda local ni,
en este caso, descargar la aplicación para transporte urbano. Mientras espero,
trato de aprender a pronunciar la palabra csezc, que significa hola. La repito
durante algunos segundos ante la sonrisa asertiva de una autóctona.
Voy atento porque entre que el polaco, con tanta acumulación de consonantes, me resulta impronunciable y que desconozco su acento, se complica acertar con la parada. He de llegar a las inmediaciones de la avenida Juan Pablo II, una de las arterias principales de la parte de grandes edificios de la ciudad, donde se halla mi alojamiento.
La llave me la dan en unas dependencias cercanas y desde
allí me desplazo a un edificio próximo, subo hasta el piso 12 y abro el
apartamento 1214, el que me corresponde durante estos días. Sin grandes
alardes, tiene todo lo necesario para mi estancia y una amplia panorámica desde
su ventanal.
Dejo la pequeña mochila que me acompaña y me lanzo a la primera visita, que es al mercado Hala Mirowska por su proximidad. Son las tres y media de la tarde y el cielo ya está grisáceo anunciando que la noche prematura invernal se cierne. A estas alturas ya camino junto a mi sobrino Óscar, que estudia con una beca Erasmus en Varsovia.
Echamos un vistazo y seguimos paseando hasta el casco
antiguo. Allí nos introducimos en un restaurante local conocido por sus
dumplings, unas empanadas polacas con cierta similitud a las ya internacionales
gyozas. El ambiente navideño embriaga la ciudad, con sus puestos de mercado en
los que abunda el vino caliente, tan típico en esta época en numerosos países del
centro de Europa.
Entramos en la archicatedral de San Juan, con su estilo anglófono que sorprende en un país de catolicismo arraigado; caminamos por su ciudadela, con la llamativa barbacana en cuyos dos huecos han sabido acoplar bien su oferta sendos pintores; seguimos hasta la llama eterna con su homenaje al soldado desconocido, contemplamos una y otra vez el monumento a Segismundo y, conversando, transitamos, sin rumbo fijo, por esta porción urbana declarada Patrimonio de la Humanidad.
Son las siete de la tarde y da la sensación, por el frío que
empieza a calar pese a que hoy hace un día relativamente apacible y por la
oscuridad cerrada, que ya hemos alcanzado las diez de la noche, Retornamos al
apartamento. Un poco de tele, algo más de escritura y un descenso a un
supermercado cercano para comprar la cena cierran esta jornada. Mañana, ya de
día, creo que cundirá más.
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