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martes, 5 de noviembre de 2024

Varsovia en fin de otoño (II)

 Amanecer lluvioso y tempranero. A las siete ya es de día, aunque el hecho de que lo sea no motiva en exceso, por el frío y el agua que cae, a salir a la calle. Visita guiada a las 10,30 con salida bajo la estatua de Nicolás Copérnico, el visionario de la teoría heliocentrista nacido en Polonia. Desde ahí pasamos junto a la iglesia que preserva el corazón del icono musical de Varsovia, Chopin, entramos en la biblioteca universitaria y continuamos por el antiguo Camino – o ruta- Real hacia la estatua de Segismundo, el rey de la dinastía sueca Vasa que adjudicó la capitalidad a la ciudad.

Pasamos junto a la catedral -el hecho de que sus puertas estén cerradas simplemente es una forma de evitar que entre el aire a su interior, ya que basta con empujarlas para que se abran- y aparecemos frente a la popular Campana de los Deseos, que se halla, cual escultura, sobre el asfalto, y que, según su historia, nunca fue colgada. Desde allí nos dirigimos hacia la barbacana de la fortaleza, previo tránsito por el epicentro reconstruido de la ciudad antigua.


No puedo dejar de admirar el mérito increíble que tiene que la ciudadanía de Varsovia decidiera reconstruir la ciudad tal como era antes de que la destruyeran los alemanes durante la II Guerra Mundial. Con la misma estética y trazado. De ahí ese reconocimiento como Patrimonio de la Humanidad.

Cerca de la barbacana nos dirigimos a comer hacia un bar de leche, un tipo de cantina popular en la época soviética que continúa ofreciendo platos caseros a un precio bastante asequible para el coste general de la ciudad. Nos cobran ocho euros a cada uno por la bebida, una sopa típica de tomate con pasta y un filete empanado con patatas. Lo pides en la máquina de entrada y lo recoges, servido sobre una bandeja de comedor, en el mostrador, para instalarte en tu mesa. Como si de un local de cadena de comida rápida se tratara.

Desde allí nos trasladamos por nuestra iniciativa al Palacio Real. La Galería resulta de acceso gratuito y, con ella, la posibilidad de escuchar la explicación, en triple pantalla y en diversas salas, casi con efectos de tres dimensiones, de la historia del palacio, su quema por parte de los alemanes y su ardua y encomiable reconstrucción, como la de la inmensa mayoría de los edificios emblemáticos de Varsovia.

Tenía ganas de contemplar su río identificativo, el Vístula, así que atravesamos el puente en dirección al barrio de Praga, el principal en el otro lateral fluvial y también el que tiene fama de bohemio dentro de la ciudad. La imponente catedral católica de San Florian, con sus torres de 75 metros de altura, llama poderosamente la atención, tanto en su exterior como en su interior. Otro ejemplo de la capacidad del pueblo polaco de recomponerse, piedra a piedra, tras el daño sufrido por la invasión alemana.

De ese punto, en el mismo lateral del Vístula, caminos una media hora hasta el estadio nacional, que se vislumbra desde múltiples partes de la ciudad. Por la noche en concreto lo hace por los efectos ópticos y luminosos de su diseño externo. Podemos ver las gradas a través de las cristaleras, ya que una amable aunque rígida empleada no nos deja más.

Vuelta a la otra orilla para sentarnos a tomar un chocolate. Una cuestión que me sorprende es el precio excesivo de algunos productos comparado con otros. Por ejemplo, la taza de chocolate en una céntrica cadena me cuesta lo mismo que el plato de filete empanado con puré de patatas del bar de leche que, por cierto, también se halla en la denominada ciudad vieja.

Pasamos junto al teatro, la zona de enormes rascacielos de la llamada ciudad nueva, la avenida Juan Pablo II otra vez y, para cenar, un restaurante nepalí cuya clientela, excepto nosotros, responde a los rasgos típicos de esa parte de Asia. ¡Me encanta el naan! La torta de pan blanda y caliente que sirven mucho en la India. Mi favorita es la de queso. En este caso, al no haber tengo que conformarme con una de ajo que está bien sabrosa.

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