El Camino de Santiago siempre espera. Y el peregrino lo
busca. Este año, en lo que respecta al andariego que suscribe esta crónica, se
ha desarrollado entre Navarra y La Rioja, con punto de inicio en Pamplona,
hasta donde entramos en coche desde Valencia tras atravesar un buen tramo de
autovía en obras desde Zaragoza.
Llegada casi a las cuatro de la tarde y, a esas horas,
búsqueda de un pincho rápido. Luego, recorrido por la Ciudadela, con su enorme
foso, sus edificaciones y tránsito por la puerta atrincherada que conduce al
centro. Preguntamos en la céntrica oficina de turismo aunque, la verdad, nos
aclaran poco o nada. En algunas de estas dependencias informativas, la minoría,
te restan interés por la localidad que visitas y hacen que pierdas la
oportunidad de descubrir algunos de sus encantos que no brillan a primera
vista.
Vamos a la iglesia de San Lorenzo, a contemplar la tumba del
célebre San Fermín, a quien se encomiendan mozos y visitantes en los encierros
taurinos de las fiestas que llevan su nombre, aunque antes, para no perdernos
recorrido, paseamos por la también ya mundialmente conocida calle Estafeta, con
sus tiendas de recuerdos, heladerías, bares… Desde ahí continuamos hasta la
plaza de toros, siguiendo la curva que dan los astados y mirando la inclinación
de la pendiente para tratar de imaginar el tramo final de los encierros, sobre
todo este 2020 que no ha habido.
Retornamos y nos paramos en la iglesia de San Agustín, cuyo
principal reclamo lo constituye el rótulo en la entrada que indica que allí
armaron caballero de Santiago a Garcilaso de la Vega, un poeta cuyos personajes
pastoriles, Salicio y Nemoroso, son dos de mis protagonistas literarios
favoritos. Ellos, con su inolvidable loa al sosiego de la naturaleza. Al
bucolismo por excelencia.