Eindhoven nos recibió con lluvia y nos despidió con sol. O con un nublado moteado de rayos solares. La quinta ciudad en población de Países Bajos (podría asimilares a Elche, con sus algo más de 200.000 habitantes) no se caracteriza por un monumento singular. No obstante, sí que es de esas urbes vinculadas a una empresa, como Leverkusen a Bayern. En este caso, a Philips.
La ciudad fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial,
por lo que contemplar su castillo del siglo XVI, por ejemplo, resulta imposible
más allá de la placa que muestra una réplica sin demasiados detalles y lo
describe a grandes rasgos a escasos metros del restaurante que ahora ocupa su
lugar. Como ocurre con la vivienda más antigua de la ciudad o con otras
edificaciones.
En cualquier caso, la urbe da para un paseo por su centro
comercial, por una visita al Marienhagen hotel, instalado sobre la base de una
iglesia, o para entrar en el Philips Stadium, el campo de fútbol del PSV
Eindhoven. Como no había visitas guiadas el día que fuimos, optamos por la
solución más práctica y barata, que consiste en entrar en la cafetería del
estadio.
Se llega a su interior por la puerta cuatro, tras ascender
por unas escaleras y pasar junto a una vidriera con trofeos y uniformes
antiguos del equipo. Desde la cafetería se puede pasar a un rectángulo de
gradas y contemplar, en su interior, el estadio, Luego, ya en el espacio
cubierto del local, puedes tomar algo observando la panorámica futbolera,
aunque sin sufrir el frío ni la lluvia.
Si a Eindhoven llegamos en avión desde Valencia (dos horas y
25 minutos), desde allí nos marchamos a Bruselas en autobús, con la compañía
Flixbus, que hace parada, de camino a París, en la estación norte de la capital
belga.
Desde allí cogemos el tren que recorre las grandes estaciones para llegar a Midi. Lo primero que hacemos al salir de esta última estación es entrar en una ´friterie´ para comer las típicas patatas fritas. Desde la estación sur -junto a la que operan los autobuses que llevan al aeropuerto de Charleroi- andamos unos metros para subir al tranvía al barrio de Merode, en el lateral este de la ciudad.
No hay donde comprar el billete, ni máquinas expendedores ni
tampoco puedes pedírselo al conductor, aislado totalmente de los abarrotados
vagones. Llegamos ya a la zona de Etterbeck, el barrio donde nos alojamos en
casa de unos amigos.
Recorremos antes la calle Tongres, la de las agradables
tiendas comerciales de barriada (charcutería, quesería, pescadería…) y nos
tomamos una cerveza ´blanche´ en Le Petit Paris, antes de la cena.
El segundo día nos sale igual de apacible que el primero.
Sin lluvia y con una temperatura que ronda los diez grados, casi un lujo para
el mes de diciembre en Bruselas. Nos levantamos con tranquilidad y con un lugar
específico como objetivo para tomar el desayuno: Le Pain Quotidien. Recuerdo su
variedad de chocolates para untar con una cesta de pan de diversas texturas y
formas que te sacan. Al final la variedad se queda en tres chocolates,
suficiente para disfrutarlos.
Vamos caminando por la rue de la Loi tras atravesar el
parque del Cinquentenaire con su enorme arco y la plaza Schuman que parece que
siempre está en obras. Desde allí llegamos, tras pasar junto al Palacio Real, a
la catedral, que contiene una exposición de belenes de ciudadanos de diferentes
países que residen en Bruselas. Cada comunidad los adapta a su estilo. Nada
tienen que ver los maronitas con coreanos, rumanos o españoles.
Tras pasear por la siempre impresionante -y en esta época
del año especialmente luminosa cuando anochece- Grand Place nos dirigimos a la
ubicación del diminuto emblema bruselense llamado Maneken Pis, que en este caso
orina vestido de bombero. Siempre con la típica multitud observando.
Después nos subimos al tren y nos desplazamos hasta Gante, a
unos 35 kilómetros con el mismo transporte que continúa hasta Brujas y Ostende.
Tan preciosa y monumental como siempre, en esta ocasión se supera con su enorme
mercado navideño que se expande por toda su zona medieval. Nos tomamos un
cucurucho de patatas fritas, por supuesto, en este caso con la salsa que
denominan Andaluza, con rojo atomatado.
Caminamos y entramos en una cafetería donde disfrutamos de
un delicioso chocolate basado en leche caliente sobre la que introduces unos 15
o 20 bomboncitos que se derriten con el contacto. Delicioso. La ciudad está
abarrotada de visitantes, aunque para nada deterioran su encanto, ni invaden
sus barcazas por los canales ni restan interés a su castillo de los Condes, con
su bar en el mismo interior con el techo abovedado.
Retornamos con el tranvía 1 que, después de siete paradas,
nos deja en la estación de trenes para subir al primero que se dirige a
Bruselas. No hay problema porque pasan cada 15 minutos.
Una vez llegamos, caminamos por el centro y nos dirigimos a
casa de unos familiares que viven en el céntrico barrio de Ambiorix, muy cerca
de Schuman. Cenamos con ellos y nos ofrecen unas cervezas que tienen en el
balcón y que están tan fresquitas como si las hubieran sacado de la nevera.
Cosas de la Bruselas invernal.
De nuevo mañana fría -algo que ya damos por sobreentendido-
y, esta vez, también lluviosa. Compramos unos deliciosos cruasanes y pain au
chocolat en el horno Gateau, en la calzada Saint Pierre, en el barrio de Merode
donde estamos. Tras el desayuno tardío, y pese al tiempo, nos ponemos guantes,
gorro y bufanda y nos encaminamos a la plaza de Flagey, donde instalan un
mercado principalmente de comida sábados y domingos.
A mitad de recorrido optamos por subirnos al tranvía 81 y
llegar subido a ese transporte hasta el lugar. La visita dura poco porque la
lluvia va cogiéndose. Eso sí, nos permite degustar un vino caliente, el típico
especiado que sirven en Bruselas en los meses más gélidos. Y para comprar un
par de cajas de patatas fritas en el quiosco clásico de Flagey.
El día no permite mucho recorrido exterior, aunque no
desdeño, ya después de comer, la opción de caminar por la avenida Tervuren
hasta donde se acaba la zona de embajadas (paso por las de Madagascar o Togo) para
llegar hasta el espacio de los lagos.
A continuación desando y me dirijo hacia debajo el arco del
parque del Cinquentenaire, justo donde se ha posado una furgoneta de venta de
helados, crepes y gofres. No me puedo marchar sin comer uno de estos últimos
que, por cierto, son los de los pocos alimentos más baratos aquí que en mi
Valencia de residencia.
Maison Antoine |
Acto seguido nos trasladamos, vía metro, hasta Sainte-Catherine. Junto a la conocida iglesia, en gran parte sobre el espacio que ocupa su fuente y pequeño lago encima del cual han colocado plataformas de madera, se extiende un muy animado y concurrido mercado navideño en el que resulta posible degustar todo tipo de alimentos, incluido el tradicional ratiflette de patatas y queso.
Hay tanta gente que optamos por un espacio más tranquilo
para tomar un chocolate y, después, comer el clásico perol de mejillones con su
correspondiente cuenco de patatas en un restaurante también tan concurrido
-aunque mucho menos que el mercado navideño- como Chez Leon.
El tiempo -entre cinco y diez grados y, ante todo, sin
lluvia- acompaña. La tarde e inicio de noche resulta agradable -siempre bien
abrigado- para el paseo. Y así finalizamos este día, el de la víspera de
nuestro regreso a Valencia también vía Eindhoven.
El último día es más de empaquetar y prepararse para volver
que de planificar visitas. Eso sí, no desaprovechamos la ocasión de ir a Place
Jordan, donde cada domingo se instala un mercado de comida y el lugar sobre el
que, principalmente, lleva asentado desde hace décadas Maison Antoine, el
célebre local de patatas fritas de Bruselas. Posiblemente se trate del más
afamado, siempre con cola para pedir. Nuestra comanda es un cono grande (3,80
euros) y otro pequeño (3,20).
Nuestros anfitriones, en cuya casa en la calle Des Francs
(no confundir con la de France, junto a la estación de Midi) tan bien hemos
estado cuidados, nos trasladan con su vehículo a la parada de Flix Bus, junto a
la Gare du Nord.
Esta compañía funciona muy bien, aunque cuesta localizar el
punto de partida de cada línea, porque no es dentro de la estación, sino en una
larga avenida (Rey Alberto II en este caso), con los puntos de recogida y los
carteles de los autobuses muy poco visibles.
En dos horas (15 minutos menos de lo previsto) nos lleva a
Eindhoven. Nos deja muy cerca de la estación de autobuses. Antes de subir al
número 400 que nos conducirá en menos de 20 minutos al aeropuerto, nos
adentramos en el pasaje comercial que enlaza la estación de trenes con la de
autobuses. Para penetrar en ella tienes que pasar una tarjeta de crédito o
debito por unos tornos, aunque no te cobran. Tampoco puedes salir si no haces
lo propio con la misma tarjeta. Dos personas no pueden emplear idéntica tarjeta.
Como ocurre al subir al citado autobús de la línea 400.
También vas con tarjeta en ristre y la pasas por la máquina tanto al entrar
como al salir. Tampoco puedes pagar por una segunda persona con la misma
tarjeta. Y así llegamos hasta el aeropuerto de Eindhoven para subir al vuelo
con destino a Valencia de las 19,55.
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