Las olimpiadas evocan en la mente de los ciudadanos a
brillantes atletas que se cuelgan, ufanos, lustrosas medallas. O a otros
competidores igual o puede que un poco menos excelentes que se sumen en un
profundo dolor por no conseguir sus objetivos. Todo ello inmerso en un ambiente
de dinamismo, festejos, turismo, publicidad, dinero…
Pocos piensan en los 70.000 voluntarios que participan, con
toda su ilusión y filantropía, en los juegos de Londres. Lo hacen tras años de
entrenamiento y con la esperanza de embriagarse de esta cita deportiva en
primera persona. Lo conseguirán, sí, con humildad. Ejerciendo de acomodadores
en algún estadio, de utilleros improvisados y, principalmente, de personal al
que se recurre para cualquier contratiempo o para esa ingente cantidad de
actividades que los profesionales pagados desdeñan realizar.
En mi caso, también aspiré a vivir semejante experiencia en
las olimpiadas de Barcelona 92. Por aquel entonces Valencia ejercía de subsede
y los valencianos que nos apuntamos para participar como voluntarios
desarrollamos nuestro entrenamiento en la ciudad del Miguelete. Mi objetivo, al
igual que el de la inmensa mayoría de quienes nos inscribimos, consistía en
ejercitarnos para realizar nuestra labor en el cogollo olímpico, en Barcelona.
La mascota de Barcelona 92 |
No fue así. Carecimos de tal opción. Durante dos años
asistimos a cursos en el viejo Mestalla, participamos en extenuantes jornadas
en Expo Jove, la feria infantil del Ayuntamiento de Valencia, ayudando a subir a
niños de cuatro años a juegos infantiles del calibre de columpios (conocido
deporte olímpico). Madrugamos para situarnos en las zonas de avituallamiento de
la maratonina (21 kilómetros) y así estar prestos a entregar botellas de agua a
los corredores que las solicitarán. Podría relatar un serial de actividades de
este tipo.
La ilusión nos guiaba. Hasta que, medio año antes del
macroevento, nos confirmaron que nuestro destino no era otro que la subsede de
Valencia. La principal misión, ejercer de acomodadores en el estadio de
Mestalla, al que acudía cada quince días como socio del Valencia CF. Hasta ahí
llegó mi sueño olímpico. Ahora me queda como recuerdo la experiencia y el
chándal que me dieron.