Nueva etapa larga. 34 kilómetros hasta Ponte de Lima. A las 6,25 de la mañana iniciamos nuestro camino entre la niebla característica del norte de Portugal, a la búsqueda de las señales que nos muestren por dónde hemos de encaminarnos. Nos espera un día caluroso según los pronósticos meteorológicos, que aciertan de lleno.
De nuevo una etapa en la que apenas hay
bares en el camino en los que aprovisionarse y con un recorrido que alterna
aldeas, tramos de carretera nacional y espacios boscosos, casi siempre sobre
adoquines. La novedad la constituyen los viñedos. Nos hallamos en el epicentro
de la zona productora del vino verde típico de Portugal, ligeramente espumoso.
Nos cruzamos con más peregrinos que en
etapas anteriores. Esto significa alrededor de una decena en los diferentes
tramos, no más.
Paramos a almorzar a las dos horas y media
de recorrido en un sitio que anuncia bocadillos y que, al pedírselos alargados,
el dueño responde que tiene. Al final nos pone el clásico panecillo redondo que
sirven como modelo único de pan en pastelerías y bares y relleno con jamón de
york y queso, también otra solicitud estándar de la que resulta casi imposible
escaparse. Es prácticamente la única opción que nos pueden servir en los bares
del camino.
Nos sentamos en la terraza y un lugareño
se acerca a conversar. Nos cuenta los problemas con la subida de electricidad,
nos dice que su hijo trabaja en el País Vasco y nos pregunta por la reina
Letizia. Todo ello en un portugués algo cerrado que nos cuesta traducir. Nos
hemos acostumbrado a hablar con la gente despacio en español por nuestra parte
y en portugués (que no ´portunyol´) por la suya y suele funcionar. Con buena
predisposición y conversaciones no demasiado profundas nos desenvolvemos.
Sonriendo charlamos con el lugareño mientras el gato del propietario del local
frota su pelaje en nuestras piernas ya polvorientas del camino recorrido hoy.
Seguimos andando sin apenas pausa. A
medida que el sol acrecienta su fulgor aumentan nuestras ganas de llegar a
destino, aunque nos harán faltan ocho horas para conseguirlo. Cuando lo
hacemos, casi a las tres de la tarde, buscamos un restaurante para comer. En
Ponte de Lima no faltan. Vemos un ambiente muy festivo, con bastante tráfico
para una localidad que ronda los 3.000 habitantes y un mercado de artesanía
instalado en su paseo junto al río Lima.
Probamos el arroz de sarrabulho, que
consiste en una plato de arroz de color marrón, pastoso, que entremezcla restos
de diferentes partes de cerdo y que lo acompañan con una fuente con patatas,
carne, morcillas y sangre frita. Nos ha advertido el camarero de su densidad.
Pedimos media razón y, aún así nos sobraría la mitad.
En el alojamiento de hoy nos hablan en inglés y, al ver nuestro DNI y
comprobar que somos españoles, rápidamente nos cambian al portugués. Ocurre
como tantas otras veces. Cada cual habla en su idioma y, con buena
predisposición, más o menos nos entendemos.
La tarde da para recorrer el puente de Lima de un lado a otro unas cuantas
veces, pasear por la senda que hay casi a ras de río con la estatua de Decius
Brutus, el general romano que arengó a sus tropas y les demostró que no pesaría
sobre ellas una maldición por atravesar la corriente fluvial, como hito, o
contemplar un concierto de un grupo angoleño. La localidad está muy animada,
con las terrazas llenas y mucho ambiente callejero.
Crónica viajera publicada también en www.soloqueremosviajar.com
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