A las siete de la mañana iniciamos la segunda etapa. La de hoy está previsto que sea más ligera que la de ayer, ya que consta de unos 20,5 kilómetros por terreno llano. Nos emplea unas cinco horas recorrerla. Al igual que el día anterior, no encontramos fuentes por el camino y hay pocos lugares de aprovisionamiento. También nos enfrentamos, en algunos tramos, a la falta de señalización, que se llega a prolongar alrededor de un kilómetro entre Sao Miguel y Sao Pedro de Rates y nos obliga a preguntar a un par de lugareños. Por esta zona nadie habla ni inglés ni castellano. Tú les preguntas despacio en tu lengua y tus interlocutores contestan al mismo ritmo en la suya. Con buena predisposición nos entendemos.
Paramos en un bar a almorzar sobre el kilómetro 10,5 ubicado antes de llegar a la aldea de Pedro Furadas. Se trata de un local muy familiar, donde nos atiende el hijo y nos cocina la madre lo más parecido que encontramos a un bocadillo a la plancha. Tal como nos está pasando en casi todos los sitios en los que hacemos alguna compra, hemos de pagar en efectivo, ya que no admiten tarjetas. Esto nos está empezando a generar un problema de liquidez, porque tampoco vemos cajeros en el trazado. En Oporto había bastantes, pero fuera de la urbe no observamos y tampoco podemos pagar con tarjeta.
Andamos entre rutas adoquinadas en
incursiones en carreteras nacionales con estrechas aceras en el mejor de los
casos. Llegando a nuestro destino nos cruzamos con una pareja de brasileños.
Son el segundo y tercer peregrino con los que nos topamos en esta etapa.
Caminamos un rato con ellos intercambiando impresiones hasta llegar a
Barcelinhos, el casco urbano previo a Barcelos, a los que separa un bonito
puente medieval.
De este modo pisamos nuestro final de
etapa: la localidad del famoso gallo portugués, cuya imagen aparece por
doquier, la población del equipo de fútbol con el nombre del escritor Gil
Vicente. En el albergue nos dicen que hasta las 15 horas no podemos entrar. Son
las 12,20. Nos vamos a tomar algo y, posteriormente, comemos en un restaurante
denominado el Túnel de los Sabores, donde nos atiende un camarero tan eficiente
como bromista. Con croquetas de bacalao, pulpo con patatas y grelos y una
francesinha compensamos el desgaste de la etapa.
Barcelos da para un paseo tranquilo por su
puente medieval y sus aledaños ajardinados o reconvertidos en playa, por los
restos de su castillo rodeado de vestigios pétreos de diferentes épocas, por su
céntrica calle peatonal que desemboca en la torre medieval o a la búsqueda de
imágenes de gallos. La más característica es la situada junto al cruceiro a la
subida del puente medieval, en la que puede contemplarse el peregrino ahorcado
injustamente, que advirtió que un gallo resucitaría para demostrar su inocencia
y que al final sobrevivió.
Nos sorprende el elevado número de farmacias, en algún caso puerta con
puerta, en el casco urbano. Compro la figurita del gallo de Barcelos para
ampliar mi colección de miniaturas características de un lugar adquiridas en
esa misma ubicación (como el caballo de Troya, la máscara de Nefertiti, una
pucuna de la Amazonia peruana, un figura de maorí en Nueva Zelanda, otra de un
policía montado en Canadá… de ese tema ya escribiré otro día).
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