Nuevo día de niebla matutina, aunque en este caso no se disipa con el discurrir de las horas. Ascendemos hasta el casco urbano de Los Canarios envueltos en bruma, que solamente se diluye cuando superamos esa altura. De repente aparece el sol. Y así conducimos hasta el Parque Nacional de la Caldera de Taburiente, el emblema natural de Canarias.
La elocuente trabajadora de la oficina de turismo a la que aludí en la primera jornada nos ha recomendado que evitemos la ruta habitual que conlleva contratación de taxi compartido y que optemos por ascender hasta la localidad de El Paso y de ahí ir a La Cumbrecita con sus miradores. La tarea nos lleva algo más de una hora en la que atravesamos de nuevo los rescoldos del volcán de la zona de Cumbre Vieja que arrasó parte de la isla en 2021. Impresiona. También pasamos por La Ermita de la Virgen, pegada al parque y engalanada por festejos.
Cuando vamos a superar la barrera de acceso a La Cumbrecita nos explican que el cupo ya está lleno. La entrada libre es a partir de las 16 horas. Antes, hay que pedir cita, aunque nos aconsejan que retrocedamos hasta el Centro de Visitantes, a unos tres kilómetros. Desandamos caminos y en este lugar nos dan la buena noticia de que queda una vacante en el tramo horario de 13 a 16 horas, que es en el que estamos. Esto significa un pase para superar la barrera.
Cuando llegamos comprendemos la limitación. Las plazas de
dos diminutos aparcamientos al final de la carretera se hallan contadas. Apenas
una treintena. Aparcamos y caminamos hacia el mirador de las Chozas, a poco más
de un kilómetro de senda con ligeros ascensos y descensos.
Desde allí, a casi 1.500 metros de altura, contemplamos la inmensidad de la caldera, con sus ocho kilómetros de diámetro. Se podría describir como una concatenación de cráteres, en los que numerosas especias vegetales, entre ellas el pino canario, trepan por sus laderas.
Aquí no hay niebla y sí un calor sofocante que obliga a
cubrirse con gorra. Dura unos 300 metros en bajada. Nos dirigimos de nuevo a
Santa Cruz de La Palma, la capital. Y rápidamente la temperatura baja y el sol
desaparece.
Llegamos y comemos unas sabrosas arepas de carne mechada,
pollo o jamón york y queso, a las que les sigue un barraquito, típica
elaboración cafetera de la zona. A continuación, paseo por la ciudad. Faltaba,
de la anterior visita, situarse ante el pequeño y urbano castillo de Santa
Catalina. O ascender al de la Virgen de Santa Cruz de la Palma, del siglo XVII,
del que llaman la atención, desde el exterior, la veintena de pequeños cañones.
La entrada resulta libre, ya que realmente está abierta por la parte trasera, desde la carretera, al no haber muralla. Permite contemplar la ciudad, con su imponente nave de madera encallada en plena calzada, y su litoral.
Último día que transcurre con más tranquilidad de la
habitual, porque La Palma, además de recorrerla y visitarla, requiere de
pararse a contemplarla, de paladearla observando esa continuidad de volcanes,
palmeras y playas.
Y esta jornada la aprovechamos para acudir a otro de sus lugares
ya clásicos: una bodega que produce, entre otros vinos, los de la variedad
Malvasía de la uva que crece en esta tierra. Se trata de bodegas Carballo, un
pequeño negocio familiar que ofrece un recorrido por sus pequeñas instalaciones
y, por algunos objetos como la presa, ancestrales instalaciones, y una cata
posterior.
Lectura, paseo, chapuzones, armonía y brisa canaria para
terminar el día y cerrar la estancia.
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