Después de un desayuno abundante en el alojamiento, que incluye tarta de manzana y las típicas mermeladas caseras que tanto gustan en Francia, afrontamos el hito más renombrado del viaje: el ascenso al castillo de Montségur, el último bastión cátaro en el que perecieron quemados 225 de estos cristianos ´puros´ o albigenses (por iniciarse la revuelta en la localidad de Albi) tras rendir la plaza después diez meses de asedio, en 1244.
Al contrario de lo que sucede en la mayoría de castillos, a
cuya puerta prácticamente puede accederse por coche previo ascenso por
terraplén o carretera sinuosa, en el caso de Montségur hay que hacerlo a pie y
por una senda escarpada que te hace repetirte mentalmente lo complicado que
resultaba conquistar esta fortaleza. De hecho, apenas 500 sitiados aguantaron
diez meses a un ejército de más de 6.000 atacantes.
Son unos 35 minutos de subida y alrededor de 25 de bajada
por la misma senda, con lo que en días de mayor tránsito de visitantes hay que
apartarse constantemente, y tener cuidado de no caer montaña abajo, para dejar
pasar a quien viene en dirección contraria.
Al poco de iniciar el recorrido un letrero anuncia el lugar
donde fueron quedamos esos 225 sitiados que no abjuraron de su fe al rendir el
castillo. Si no te fijas, te lo pierdes, porque la señal pasa bastante
desapercibida. A los 10 minutos de subida se encuentra la taquilla, donde,
entre un fuerte olor a cerveza, pagas los seis euros de la entrada.
Continúas subiendo hasta llegar a la cima. Son unos 600
metros de desnivel más respecto al inicio del camino, donde se halla el
aparcamiento. Y arriba, la leyenda, porque del castillo no queda mucho. De
hecho, lo quemaron casi en su totalidad tras la conquista y la mayor parte de
los muros que resisten los construyeron los vencedores.
Digamos que más que lo te encuentras en lo alto lo importante consiste en lo que simboliza como épica de resistencia y fin de una revuelta religiosa de enorme trascendencia histórica y, además, la impresionante panorámica.