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lunes, 30 de agosto de 2021

Eslovenia (II): Ljubljana y el tren de la cueva de Postojna

 Nos lanzamos a visitar Ljubljana, la capital. Repetiremos. La tenemos a una distancia de unos 50 kilómetros, 30 de ellos por autovía. Adquirimos la tarjeta que hay que llevar pegada en el parabrisas delantero obligatoriamente en este país para conducir y que cuesta 15 euros si es semanal (tiene formato mensual y anual también). Después de la experiencia austríaca de hace unos años donde nos paró la policía para advertirnos de la tarjeta nacional obligatoria al poco de traspasar la frontera desde Suiza, no tardamos en adquirirla en una gasolinera, lugar más sencillo para comprarla.



Dejamos el coche en el parking del Congreso (nos saldrá a casi dos euros la hora). El sol ahuyenta a la gente de la calle. Recorremos el equivalente al mercado central de productos de alimentación, bastante más pequeño que el plantado en el exterior repleto de puestecitos en pleno centro. Pasamos por la plaza del compositor Preseren, con su estatua marcando el ritmo de la ciudad frente a la iglesia franciscana.

Nos sentamos en una terracita que flota como una balsa sobre el río Ljubljana mientras contemplamos los barcos que van en una y otra dirección llevando turistas (están a unos 8 euros de media por adulto 45 minutos). Recorremos de un lado a otro los tres famosos puentes, prácticamente pegados. El denominado de Los Carniceros resulta muy identificable por los miles de candados que cuelgan de él y que la gente ha ido colocando.


Visitamos la catedral de San Nicolás, de estilo neobarroco, en la que despuntan sus pórticos, con siluetas de papas en las puertas principales. Apenas unos pasos más y nos situamos bajo el castillo. Un hombre sentado en un bar nos insiste en que no vale la pena pagar la entrada para subir en funicular. Poco después le daremos la razón. Te cobran 13 euros por ascenso y visita a un castillo repleto de bares, restaurantes y de locales que no guardan relación alguna con sus orígenes fortificados.

En su teórico patio de armas emerge una torre impostada blanca que rompe con el entorno. La mezcla de estilos y la acumulación de establecimientos comerciales le hacen perder bastante gracias, la verdad. Sí, siempre queda la panorámica.

Retornamos a la granja agobiados por el calor de Ljubljana y nos vamos a cenar al cercano pueblo de Gorenje Jezero, al otro restaurante de la zona junto a la pizzería de ayer. Se trata de un local basado en carnes, donde comemos costillas y cordon bleu en un espacio agradable, atendidos en principio por una de las hijas del dueño, que se defiende con soltura en inglés, y después por el mismo propietario, que insiste, tras unas cuantas cervezas tomadas con algunos convecinos (las mesas suelen coparlas grupos de hombres bebiendo preferentemente) en preguntarnos si somos franceses.

La cueva de Postojna, la atracción más visitada

Me voy a dar mi paseo matutino. La principal dificultad consiste en buscar caminos alternativos a carreteras comarcales que no terminen en una granja o en medio del campo o del bosque, difuminados. Bordeo Zerovnica y Grahovo, y en esta última localidad entro en la iglesia y asisto a la ceremonia religiosa. Comprendo muy poco más allá de interpretar los ritos habituales, pero sí que miro con curiosidad las pinturas en el altar (no hay retablo), la falta de capillas y cómo algunos feligreses, la minoría, van sin mascarilla en un país donde se respeta poco este tema.



Después de un par de horas vuelvo a la granja, tan tranquila como siempre, y terminamos de planificar el recorrido de hoy: toca Postojna, famosa sobre todo por su increíble cueva y por su castillo. Los precios, al igual que otras atracciones del país, resultan especialmente elevados comparados con el coste del nivel de vida y con los habituales para instalaciones homólogas en España, que suelen resultar bastante más monumentales y merecedoras, a mi entender, de invertir en su visita.

Llegamos al aparcamiento, donde resulta obligatorio el ticket de cinco euros, y nos sumamos a la cola, con informadoras en la espera, para adquirir las entradas. Compramos únicamente las de la cueva, que ya cuestan 27 euros por adulto. Tenemos turno para el tren (porque la cueva se visita en tren) de las 13, por lo que aún nos queda más de media hora. Bares y tiendas de recuerdos no faltan para distraerse en los escasos 200 metros que separan las taquillas de la entrada de la cueva, bajo un sol que aplatana al más dicharachero.

Por fin entramos y subimos a un tren en el que seremos alrededor de un par de centenares de viajeros. El recorrido resulta de lo más singular, ya que durante 3,7 kilómetros nos llevará y devolverá por un trayecto inigualable, repleto de estalactitas y estalagmitas, de ´salas´ forjadas durante miles de años a base de gotas martilleando las piedras y que les han proporcionado una fisonomía especial. La temperatura baja a la mitad de la existente en la superficie, por lo que el consejo inevitable consiste en abrigarse.

En un momento dado el tren se para en una especie de estación forjada en la gruta, asfaltada, y descendemos todos para recorrer algo más de un 1,5 kilómetro a pie. Ascendemos hasta el mirador, bajamos por el denominado Puente Ruso, entramos en la ´sala de los espaguettis´… Cada mirada permite descubrir un espacio único, asombroso, maravilloso, cultivado durante milenios para gozo de nuestra mirada.

Con una explicación somera de audioguía en castellano que nos ofrece los datos básicos y nos revela la cantidad de actividades que se realizan en esta atracción natural que da prestigio a Eslovenia, desde belenes vivientes a conciertos de orquestas de renombre, al margen de todo tipo de convenciones de espeleología.

Vale la pena disfrutar de una experiencia de este tipo. Turística, sí, pero el turismo que mueve Eslovenia no puede compararse con la masificación que estamos -o estábamos acostumbrados- en lugares emblemáticos de España.

Al castillo, después de la decepción del de Ljubljana de ayer, que se ha convertido más en un gran restaurante que en un vestigio del pasado, vamos en coche, pero para echarle un vistazo desde abajo. Me recuerda al monasterio de San Juan de la Peña, en Huesca, porque está enclavado en una montaña. La historia del caballero Erasmo, que salía por un largo túnel del castillo sitiado, pretende, como suele ocurrir en todos los países, ampliar el encanto de la fortaleza de Predjama, a nueve kilómetros de la cueva de Postojna. 13 euros la entrada que no pagamos.

Desde allí nos desplazamos a la propia ciudad de Postojna, con una temperatura de más de 35 grados. Su aspecto recuerda la típica estética urbanística de los países de la antigua URSS y del contagio a quienes configuraban el Pacto de Varsovia. Su misma plaza principal, con la denominado de Tito, evoca aquella época.

Poco más puede decirse de esta localidad, en la que los principales atractivos lo constituyen una antigua barbería, la casa natalicia de un personaje desconocido y la subida a los restos de lo que fue el castillo. Realmente la urbe tiene la condición de tal desde hace poco más de un siglo, por lo que en cuestión de historia no se puede exigir mucho. La calina que hace tampoco anima, así que volvemos a la base.

Esta crónica también puedes leerla en www.soloqueremosviajar.com pinchando este enlace

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