Nos lanzamos a visitar Ljubljana, la capital. Repetiremos. La tenemos a una distancia de unos 50 kilómetros, 30 de ellos por autovía. Adquirimos la tarjeta que hay que llevar pegada en el parabrisas delantero obligatoriamente en este país para conducir y que cuesta 15 euros si es semanal (tiene formato mensual y anual también). Después de la experiencia austríaca de hace unos años donde nos paró la policía para advertirnos de la tarjeta nacional obligatoria al poco de traspasar la frontera desde Suiza, no tardamos en adquirirla en una gasolinera, lugar más sencillo para comprarla.
Dejamos el coche en el parking del Congreso (nos saldrá a
casi dos euros la hora). El sol ahuyenta a la gente de la calle. Recorremos el
equivalente al mercado central de productos de alimentación, bastante más
pequeño que el plantado en el exterior repleto de puestecitos en pleno centro.
Pasamos por la plaza del compositor Preseren, con su estatua marcando el ritmo
de la ciudad frente a la iglesia franciscana.
Nos sentamos en una terracita que flota como una balsa sobre
el río Ljubljana mientras contemplamos los barcos que van en una y otra
dirección llevando turistas (están a unos 8 euros de media por adulto 45
minutos). Recorremos de un lado a otro los tres famosos puentes, prácticamente
pegados. El denominado de Los Carniceros resulta muy identificable por los
miles de candados que cuelgan de él y que la gente ha ido colocando.
Visitamos la catedral de San Nicolás, de estilo neobarroco,
en la que despuntan sus pórticos, con siluetas de papas en las puertas
principales. Apenas unos pasos más y nos situamos bajo el castillo. Un hombre
sentado en un bar nos insiste en que no vale la pena pagar la entrada para
subir en funicular. Poco después le daremos la razón. Te cobran 13 euros por
ascenso y visita a un castillo repleto de bares, restaurantes y de locales que
no guardan relación alguna con sus orígenes fortificados.
En su teórico patio de armas emerge una torre impostada
blanca que rompe con el entorno. La mezcla de estilos y la acumulación de
establecimientos comerciales le hacen perder bastante gracias, la verdad. Sí,
siempre queda la panorámica.
Retornamos a la granja agobiados por el calor de Ljubljana y
nos vamos a cenar al cercano pueblo de Gorenje Jezero, al otro restaurante de
la zona junto a la pizzería de ayer. Se trata de un local basado en carnes,
donde comemos costillas y cordon bleu en un espacio agradable, atendidos en
principio por una de las hijas del dueño, que se defiende con soltura en
inglés, y después por el mismo propietario, que insiste, tras unas cuantas
cervezas tomadas con algunos convecinos (las mesas suelen coparlas grupos de
hombres bebiendo preferentemente) en preguntarnos si somos franceses.
La cueva de Postojna, la atracción más visitada
Me voy a dar mi paseo matutino. La principal dificultad
consiste en buscar caminos alternativos a carreteras comarcales que no terminen
en una granja o en medio del campo o del bosque, difuminados. Bordeo Zerovnica
y Grahovo, y en esta última localidad entro en la iglesia y asisto a la
ceremonia religiosa. Comprendo muy poco más allá de interpretar los ritos
habituales, pero sí que miro con curiosidad las pinturas en el altar (no hay
retablo), la falta de capillas y cómo algunos feligreses, la minoría, van sin
mascarilla en un país donde se respeta poco este tema.
Después de un par de horas vuelvo a la granja, tan tranquila
como siempre, y terminamos de planificar el recorrido de hoy: toca Postojna,
famosa sobre todo por su increíble cueva y por su castillo. Los precios, al
igual que otras atracciones del país, resultan especialmente elevados
comparados con el coste del nivel de vida y con los habituales para
instalaciones homólogas en España, que suelen resultar bastante más
monumentales y merecedoras, a mi entender, de invertir en su visita.
Llegamos al aparcamiento, donde resulta obligatorio el
ticket de cinco euros, y nos sumamos a la cola, con informadoras en la espera,
para adquirir las entradas. Compramos únicamente las de la cueva, que ya
cuestan 27 euros por adulto. Tenemos turno para el tren (porque la cueva se
visita en tren) de las 13, por lo que aún nos queda más de media hora. Bares y
tiendas de recuerdos no faltan para distraerse en los escasos 200 metros que
separan las taquillas de la entrada de la cueva, bajo un sol que aplatana al
más dicharachero.
Por fin entramos y subimos a un tren en el que seremos
alrededor de un par de centenares de viajeros. El recorrido resulta de lo más
singular, ya que durante 3,7 kilómetros nos llevará y devolverá por un trayecto
inigualable, repleto de estalactitas y estalagmitas, de ´salas´ forjadas
durante miles de años a base de gotas martilleando las piedras y que les han
proporcionado una fisonomía especial. La temperatura baja a la mitad de la
existente en la superficie, por lo que el consejo inevitable consiste en
abrigarse.
En un momento dado el tren se para en una especie de
estación forjada en la gruta, asfaltada, y descendemos todos para recorrer algo
más de un 1,5 kilómetro a pie. Ascendemos hasta el mirador, bajamos por el
denominado Puente Ruso, entramos en la ´sala de los espaguettis´… Cada mirada
permite descubrir un espacio único, asombroso, maravilloso, cultivado durante
milenios para gozo de nuestra mirada.
Con una explicación somera de audioguía en castellano que
nos ofrece los datos básicos y nos revela la cantidad de actividades que se
realizan en esta atracción natural que da prestigio a Eslovenia, desde belenes
vivientes a conciertos de orquestas de renombre, al margen de todo tipo de
convenciones de espeleología.
Vale la pena disfrutar de una experiencia de este tipo.
Turística, sí, pero el turismo que mueve Eslovenia no puede compararse con la
masificación que estamos -o estábamos acostumbrados- en lugares emblemáticos de
España.
Al castillo, después de la decepción del de Ljubljana de
ayer, que se ha convertido más en un gran restaurante que en un vestigio del
pasado, vamos en coche, pero para echarle un vistazo desde abajo. Me recuerda
al monasterio de San Juan de la Peña, en Huesca, porque está enclavado en una
montaña. La historia del caballero Erasmo, que salía por un largo túnel del
castillo sitiado, pretende, como suele ocurrir en todos los países, ampliar el
encanto de la fortaleza de Predjama, a nueve kilómetros de la cueva de
Postojna. 13 euros la entrada que no pagamos.
Desde allí nos desplazamos a la propia ciudad de Postojna,
con una temperatura de más de 35 grados. Su aspecto recuerda la típica estética
urbanística de los países de la antigua URSS y del contagio a quienes
configuraban el Pacto de Varsovia. Su misma plaza principal, con la denominado
de Tito, evoca aquella época.
Poco más puede decirse de esta localidad, en la que los
principales atractivos lo constituyen una antigua barbería, la casa natalicia
de un personaje desconocido y la subida a los restos de lo que fue el castillo.
Realmente la urbe tiene la condición de tal desde hace poco más de un siglo,
por lo que en cuestión de historia no se puede exigir mucho. La calina que hace
tampoco anima, así que volvemos a la base.
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