Esta vez inicio en solitario la etapa y lo hago por el alargado tramo que conduce hacia la salida de Ponferrada. A las 6,30 horas empiezo mi caminar por un itinerario que discurrirá entre viñedos y que tiene una distancia aproximada de 25 kilómetros sin grandes dificultades previstas. Transcurre entre tranquilas poblaciones. Paso incluso junto a la sede del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Vinícola de El Bierzo. Apenas me cruzo con una veintena de peregrinos, ninguno de ellos de los habituales de las anteriores etapas.
A las 12, tras una breve parada para almorzar en Camponaraya
y después de atravesar el centro de la coqueta localidad de Cacabelos, me
planto en Villafranca del Bierzo y lo primero con lo que me topo es con la
iglesia de Santiago, donde se sitúa la denominada Puerta del Perdón. En años
como el actual, Xacobeo, el peregrino que la cruza con una lesión grave que le
impide llegar a la catedral compostelana obtiene la indulgencia. La pido para
mi amigo, pero me responden que una retirada por ampollas no está contemplada,
por mucho que se agrave.
Si de algo tienes ganas cuando finalizas una etapa es de
ducharte, de quitarte el polvo de la etapa y de aliviar, con el agua deslizándose
sobre tu cuerpo, el cansancio. Y si algo te da rabia consiste en llegar al
albergue y que te indiquen que todavía no puedes entrar. Eso me ocurre en
Villafranca, donde hasta las 13 horas no dejan ocupar la cama y, por tanto,
ducharte.
Comeré mientras el sudor se incrusta en mi cuerpo. Mi amigo
me espera en El Casino, donde el servicio anda algo desbordado y las mesas escasean.
Invitamos a sentarse a la nuestra a otros dos peregrinos, uno de ellos sin
fecha de regreso, con quienes nos hemos ido cruzando en El Camino, algo que
forma parte de su idiosincrasia.
Tras la comida nos dirigimos al albergue. Ahora ya nos dejan
entrar. Nos han instalado en una habitación que se halla partida en su mitad
por una pared, y en la que compartiremos baño con otras tres personas, alojadas
al otro lado de esa pared, que deja un hueco amplio para el trasiego entre
ambas partes.
Tras la ducha he quedado con una masajista cuyo teléfono he
visto en el albergue. Acude al hall de este con la camilla y me descarga algo
las piernas. Al ser donativo por tu condición de peregrino, dejan a tu criterio
la cantidad a abonar, algo que no sabes si resulta mejor o peor.
Como la etapa de mañana es una de las más duras de El Camino
y quiero llegar para que me quede tiempo de coger el autobús de las 14,10 desde
Piedrafita, a cuatro kilómetros de mi meta, hasta Ponferrada, pregunto, tanto a
la masajista como al alberguero, por el primer tramo de la próxima etapa, ya
que lo tendré que hacer a oscuras.
Ambos me desaconsejan que fuerce para llegar a ese autobús y
que opte por el de las 18,30 horas (lo que supone llegar a León a las 21,30) y,
a la vez, me contestan que por la luz no existirá problema, que está iluminado
el recorrido desde su inicio. Ambas recomendaciones se demostrarán erróneas al
día siguiente. En cualquier caso, compro mi billete del autobús de las 14,10.
Si no lo hago, no podré adquirirlo ni en taquillas ni al conductor, ya que no
lo admite la compañía Alsa en este caso.
También llamo a un taxista -el alberguero me insiste en que
esta época resulta muy complicado encontrar taxi libre- para saber las
posibilidades de mañana. Me responde que le telefonée de nuevo cuando ande por
el tramo final de la etapa, pero que de una forma u otra intentarán
solucionarlo.
Ante tanto pronóstico negativo decido dar una vuelta por
este bonito pueblo de estilo pirenaico, entre los valles de El Bierzo. Entro en
su colegiata, en la hospedería, me tomo un batido de chocolate en su plaza
principal escrutando a los peregrinos de las mesas circundantes… Hasta que
retorno para planificar la etapa de mañana, escribir estas líneas y, al igual
que ayer, compartir una pizza a medias con mi compañero de fatigas.
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