Salimos a ocho grados el día 1 de agosto, con pantalón largo y doble capa en la parte superior del cuerpo. Hoy la etapa resulta más dura, aunque el inicio llano no lo hace prever. Mi compañero caminante ha sembrado desde el primer día unas ampollas en ambos pies que han dado su desdichado fruto y le obligan a andar cada vez más despacio, mirando mucho dónde y cómo pisa.
Paramos en Santa Catalina de Somoza, más o menos diez
kilómetros después del inicio, para comer un bocadillo de lomo con queso y
beber algo caliente. Sigue haciendo frío, aunque a estas horas han subido algo
las temperaturas. A partir de Rabonal del Camino el ascenso se complica
bastante con una subida prolongada en la que has de pensar en que lugar pones
el pie para no resbalarte con algún pedrusco y caerte. La temperatura, ya
elevada, hace más penoso el recorrido, sobre todo para mi amigo.
Llegamos a las tres de la tarde a Foncebadón, una localidad casi prefabricada, una especie de espigado refugio de montaña compuesto casi exclusivamente por bares y albergues arracimados en una única calle, en la que únicamente una parte, hasta la iglesia, se halla asfaltada. En este albergue nos proporcionan sábanas de usar y tirar. Terminó la suerte de los precedentes.
Comemos en la taberna de Gaia, que se presenta como
medieval, con decoración, nombres de platos y vestimenta del servicio que
traslada al Medievo. En mi caso, disfruto con un estofado de ciervo y con tarta
de la abuela. Todo delicioso, la verdad. El mesonero nos pregunta si puede
sentarse una peregrina a nuestra mesa. Accedemos dentro del compañerismo que
forma parte de El Camino. Se trata de una ucraniana que vive en Barcelona y
que, lesionada, ha decidido hacer una parada de unos días para recuperarse.
Un rato de descanso en la habitación y paseo por un pueblo
en el que bien poco hay que ver. Si quieres estirar más las piernas, te queda
explorar el recorrido que harás mañana. O sentarte a contemplar un rebaño de
vacas.
Salgo a escribir y me aposento en una mesa en el exterior
del albergue. Allí me encuentro con un belga parlanchín, uno de los personajes
de este año en El Camino, uno de esos peregrinos que repite cada año y que no
se marca una fecha específica de llegada a la meta, a la cita con el apóstol. Nos
comenta que después de pisar Santiago quiere trasladarse a Oporto para hacer la
ruta desde Portugal. Como muchos otros peregrinos, busca alojamiento cuando
llega a cada localidad. En mi caso, de momento, prefiero tenerlo reservado
previamente.
Al poco se suma un andaluz que nos explica también algunas
de sus andanzas en El Camino, como haberlo hecho desde Sevilla en bici.
Recogemos. Me entra un poco de ansiedad, quizás por hallarme en un lugar tan
perdido en la montaña y, a la vez, en nada inspirador. Hay que seguir. Nos
acostamos sin cenar -la comida, de nuevo, nos ha saciado en exceso- y a las
22,30, tras los preparativos habituales de la etapa siguiente, apagamos las
luces.
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