Me cuesta dormirme pensando en el ritmo acelerado que tendré que imprimir mañana. La web especializada Gronze calcula 7 horas y 30 minutos para realizar esta etapa reina, de ascenso hasta O´Cebreiro. Sobre esa base, saliendo a las seis, dispondría de poco más de media hora para conseguir taxi y que me transportara a Pedrafita d´O Cebreiro, cuatro kilómetros más lejos, donde se encuentra la parada del autobús a Ponferrada.
Antes de las cinco ya estoy despierto, aunque decido apurar
más en la cama para descansar unos minutos extra que creo que me irán bien ante
lo que me espera. A las 5,45 me pongo en pie y a las 6,15 ya estoy en camino. A
oscuras, porque toca atravesar un tramo en la misma carretera y sin luz alguna
hasta empalmar con la nacional.
La bendición del párroco de Ponferrada me acompaña, ya que
justo delante de mí salen dos peregrinos con una linterna anudada a su cabeza.
Me pego a ellos y les agradezco la compañía. Gracias a esa iluminación -sí, sé
que siempre me queda el teléfono móvil para alumbrar, pero no quiero gastarlo
en exceso por si se me complicara la etapa- recorro sin problemas los
aproximadamente dos kilómetros hasta que llegamos al carril para peregrinos
pegado a la autovía, que ese sí tiene balizas que iluminan.
A las 6,45, cuando ya más o menos puedo vislumbrar entre la penumbra, les doy las gracias y adelanto para subir el ritmo. La primera parte de la etapa resulta más o menos llana. Como voy a buen ritmo decido no parar como hago habitualmente a los diez kilómetros (que sería aproximadamente en Trabadelo) y continúo algo más, hasta Valcarce, donde paro en un restaurante de carretera muy frecuentado por camioneros a esas horas (poco antes de las nueve de la mañana). Devoro mi ya apreciado bocadillo de lomo y queso regado con leche y Colacao. Me paro a pensar que difícilmente en otra circunstancia haría esa mezcla de comida y bebida.
Reinicio mi camino apenas unos segundos después de que
atraviese la ruta un peregrino corpulento y con el pelo canoso, el tercero que
veo en esta etapa después de los dos que me sirvieron de faro. Con él me
cruzaré constantemente a lo largo de los próximos kilómetros.
Comienza a complicarse el recorrido mientras alternamos la
carretera nacional y tramos entre pueblecitos. En La Herrería comienza el
ascenso en serio. Me topo, en la soledad de El Camino, con un cruce que da dos
opciones. Me atengo a lo que marca la fotocopia de Pilgrim sobre esta etapa
(cada día consulto unas cuantas veces la del itinerario de esa jornada, que
guardo en mi bolsillo), en la que recomienda seguir la N-VI. Total, que opto
por el asfalto. El conductor de un autobús que pasa me hace señas que me
resultan indescifrables, por lo que mantengo mi decisión.
La falta de señales y la complicación del ascenso al puerto
de montaña hace que me pregunte en varias ocasiones si me he equivocado. Sé que
llegaré a O Cebreiro, aunque puede que me haya decantado por la alternativa del
tramo de bici.
Así me planto hasta La Faba, a mitad de ascenso. Y ahí
recupero la senda pedregosa y las indicaciones de El Camino. Me reencuentro con
el peregrino con el que me voy cruzando mientras me detengo unos minutos para cubrir
con una tirita antiampollas una rozadura que emerge en un dedo de mi pie
izquierdo. Me dice que escogió la opción diferente a la mía, pero que se
arrepiente por las piedras sueltas y resbaladizas que contiene.
Palloza en O´Cebreiro |
Miro mi botella. Apenas me queda una quinta parte de agua a
pesar de que he ido limitándome el consumo. Pese a la lluvia y al frío que me
han acompañado en algunos tramos de la etapa, sudo profusamente y el sol
comienza a brillar, con las dosis de calor extra que comporta.
Nos adentramos en unos kilómetros que parecen senda de
ganado, totalmente embarrados y sin aplanar. El riesgo de resbalar resulta
elevado. Me cruzo con un simpático y algo grueso peregrino con quien ya
coincidí cerca de Ponferrada, en otro momento de dureza de la correspondiente
etapa. Avanza lento, pero con paso firme y una amplia sonrisa en los labios.
Andando hacia arriba llego hasta casi la cima, a Laguna de
Castilla, una aldea en la que como primer hito para el peregrino aparece una
máquina de refrescos, imagen maravillosa a esas alturas. Extraigo una moneda y
bebo con avidez un Aquarius. Paso junto al bar, en el que se halla el belga que
conocí en Foncebadón en animada conversación.
Sigo sin pausa. En esta etapa únicamente me he detenido 20
minutos para el bocata y menos de diez para plantarme el apósito en el pie. Más
ascenso, vistas sensacionales y piso O´Cebreiro. Son las 12,15. Han pasado seis
horas desde mi salida de Villafranca. Si descuento el tiempo de mis paradas he
concluido la etapa de 28 kilómetros de montaña en cinco horas y media, dos
menos de las que marca Gronze. Me siento muy orgulloso. Y la he disfrutado
mucho.
Visito el museo etnográfico, en el interior de una de las
pallozas o casas tradicionales de O´Cebreiro. Frente a ella se encuentra la
iglesia de Santa María la Real, con un ambiente interior de música y oscuridad
que llama a la introspección. Tras recorrerla, me dirijo al señor que está
sentado a la entrada para que me cuñe mi pasaporte de peregrino. Me lo hace
doblemente y me pregunta por mi origen. Al responderle que soy de Valencia, me
recuerda sus dos años de estancia en Gilet y Godella mientras una ráfaga de
alegría alumbra su mirada. Me regala una postal con la oración característica
del lugar.
Me siento pletórico. Me separan cuatro kilómetros de
Pedrafita, donde tengo que subir al autobús a las 14,10. Son las 12,30 y decido
que para qué voy a llamar a un taxi, que ya puestos me hago también a pie esos
kilómetros. De este modo me aseguro de la dirección por la que debo encaminarme
y afronto una cómoda bajada por la carretera pegado al arcén. Así alargo la
etapa hasta los 32.000 metros y a la una ya he llegado a Pedafrita, donde
compro dos refrescos más que bebo rápidamente.
El carácter gallego, más parco en palabras y de respuestas
menos contundentes que el leonés, hace que me cueste comprender que no tengo
que esperar al autobús en su parada, sino en un descampado situado frente a
ella. Y que si he comprado mi billete previamente, parará. De lo contrario, no.
Sucede de ese modo. Llega con tres minutos de antelación
sobre lo previsto, subo sin necesidad de enseñarle el mensaje de confirmación
de la compra y me transporta hasta la estación de Ponferrada. En esta última
decido, por fin, comprarme un trozo de empanada, aunque la única opción, que
contiene panceta, chorizo y patatas, casi se me indigesta.
Me toca esperar casi dos horas hasta que salga el autobús
con destino a León, donde me espera mi amigo acomodado en el hotel -la última
noche nos homenajeamos con un alojamiento de más calidad que un albergue- para
hacer las últimas visitas, cenar y al día siguiente volver a Valencia.
¡Qué especial es El Camino de Santiago! ¡Qué camaradería más
singular genera entre los peregrinos! Tipos que no se conocen de nada
permanecen unidos por un vínculo muy especial, el que crea levantarse al
amanecer con el objetivo de andar cinco, seis, siete u ocho horas. Personas que
se reencuentran a lo largo de las etapas como si de viejos amigos se tratara.
¡Y qué curiosas rutinas marca El Camino! ¡Vaya sentimientos
despierta recorrer los impresionantes paisajes que delimitan León de Galicia!
¡Qué tranquilidad y soledad la de la etapa que lleva a
O´Cebreiro! Comprendes la magia que destila la dureza del recorrido, lo que
atrae El Camino, los sentimientos que afloran cuando lo recorres.
Este año he transitado por 165 kilómetros del Camino Francés,
quizás su parte más dura, pero también de una belleza extraordinaria, que
alterna ciudades monumentales con aldeas y panorámicas grandiosas de montaña.
Sumo 350 kilómetros en los tramos recorridos estos tres últimos veranos.
¡Qué respeto más grandes existe entre peregrinos, entre
hermanos de fatiga e ilusiones!
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