Teóricamente empezamos con la más larga de las etapas que
nos esperan: 32 kilómetros- La iniciamos a la hora prevista, las siete, que más
o menos se convertirá en la cotidiana de inicio de recorridos. La salida de
León se hace larga, como suele ocurrir en las ciudades, porque atraviesas
polígonos o localidades pegadas. En este caso sucede lo último, ya que
transitamos por Trobajo o La Virgen del Camino. Vamos todo el tiempo junto a la
carretera nacional, por un terreno más o menos llano.
Almorzamos en un bar de madera prefabricado que atiende una
mujer, acompañada de su hijo de unos ocho años, en San Miguel del Camino. No
nos cruzamos con muchos peregrinos. Será la tónica de los próximos días. Quizás
el año pandémico, pese a ser Xacobeo, o puede que no destaque como uno de los
tramos más transitados.
La ligera brisa -que algunos días nos dejará casi helados- evita que nos achicharremos a partir de las once ante la potencia del sol y las altas temperaturas (la tarde anterior en la ciudad de León superábamos los 35 grados). El último tramo de siete kilómetros, desde San Martín, se nos hace largo. Llegamos justo para darnos una ducha y bajar a comer. Nos han adjudicado una habitación doble en el coqueto albergue de los Hidalgos.
Vamos a la Encomienda a darnos un homenaje gastronómico. Así
iniciamos una rutina de comer tarde y sentarnos a hacerlo no con excesiva
hambre; no obstante, una vez nos sirven los platos, los devoramos con gran
avidez y parece que no tengamos límite. Eso provoca que luego apenas cenemos.
Tenemos al mediodía hambre latente, que se hace patente cuando nos sirven la
comida.
En este restaurante de Hospital de Órbigo nos acabamos, a
base de mojar su anaranjada salsa con hogazas de pan, una deliciosa cazuela de
trucha al laurel. Cecina y cerveza fresca nos permiten rematar la recompensa
con la que nos obsequiamos tras el esfuerzo de la jornada. Una pequeña siesta y
algo de lectura (Yo estreno El Peregrino de Santiago, de Paulo Coelho, un autor
con cuyos libros no acabo de congeniar), alarga la tarde. Hasta que decidimos
bajar al jardín del albergue, para sentarnos en sus sillas, a la fresca.
Entonces se acerca Juan, el propietario del local, y entablamos una amena
conversación en la que él recuerda con cariño su etapa en Valencia. Será la
primera de las tres personas que en este viaje evocará la ciudad del Miguelete
con cariño al comentarle nuestro origen.
Paseo por el pueblo al caer la tarde. Posee su singular encanto,
con su iglesia parroquial y el río Órbigo, fértil en truchas, separándolo del
vecino municipio por un histórico puente que data del siglo V, aunque ha sido
reconstruido en varias ocasiones. Disfrutamos de la tranquilidad de la amplia
explanada bajo el puente, por la zona no fluvial, y de una rodaja de melón en
la cafetería María Palos, que lleva el nombre de un personaje mítico de
Hospital, una ex religiosa que consagró su vida a cuidar las heridas de los
peregrinos con remedios naturales. Refresca y nos retiramos para consagrarnos a
las ya rutinas establecidas de planificar la etapa del día siguiente, dejar la
maleta medio hecha y, por mi parte, redactar este diario.
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