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miércoles, 1 de septiembre de 2021

Eslovenia (III): Por sus 40 kilómetros de costa

Por fin descubro caminos forestales por los que moverme para evitar las carreteras comarcales. Me ha costado, porque desde la granja solamente los hay en una dirección, para ascender a las aldeas cercanas. Al contrario que en Francia, por ejemplo, aquí la gente con la que te cruzas es de poco darse los buenos días. Te responden si les diriges un saludo, pero en muchos casos ni te miran. En general, como podemos comprobar en nuestros recorridos, no rebosan simpatía. No es que resulten antipáticos los eslovenos, pero sí más bien secos y poco expresivos.

Hoy nos encaminamos hacia la costa adriática, a los 40 kilómetros que tiene Eslovenia debajo de Trieste, entre Italia y Croacia. Primero nos dirigimos hacia Koper, a unos 80 kilómetros de nuestro pueblecito. Dejamos el coche en el aparcamiento del mercado, donde la primera hora no te cobran y a partir de ahí cuesta un euro cada 60 minutos.



Nos adentramos en la calle principal, donde hay alguna de las tiendas de zapatos que otorgan cierta fama a la localidad, hacia la plaza central, donde se ubica la torre defensiva y campanario, a la que posteriormente se añadió la iglesia, la logia, que ahora deslumbra como lujosa cafetería, o la escalinata centenaria que permite atisbar una mejor vista de la citada plaza. Nos sentamos en una curiosa terraza ubicada en una de sus esquinas, en la que relata la historia del músico Tartini.


Desde allí bajamos hacia el puerto para dirigirnos de nuevo al ayuntamiento. La población recuerda a Bari o a Corfú, por su arquitectura veneciana, sus palacetes en muchas esquinas… Por la ruta que emprendemos desembocamos en la antigua lonja de la sal, junto a puerto, desde donde retornamos al aparcamiento Son las 14,16 horas y la temperatura supera los 35 grados.

Desde ese punto nos dirigimos a la vecina Izola. La gente abarrota la arboleda pegada al mar. Es su playa, porque aquí no la hemos visto de arena. Los bañistas colocan sus hamacas y toallas entre la pinada o en el mismo asfalto, en un tramo de muelle, y se lanzan al agua directamente o toman el sol. Damos un paseo y acertamos con el restaurante. Comemos en una plaza próxima al puerto, en Bella Italia, donde, además de deliciosa pizza y tiramisú, nos sirven unos sabrosos calamares. Se trata de un bar pequeño, muy familiar y recomendable. La población da para un paseo por sus callejuelas, menos intenso que el de Koper porque el casco antiguo resulto más reducido.

Y de aquí a la población más emblemática, a Piran, cuya pequeña península en forma de punta de lanza destaca como una de las imágenes más turísticas de la costa eslovena. Aparcamos en Portorose, repleto de tiendas y restaurantes. Aquí sí que existe un tramo de playa de arena, totalmente copado por las hamacas. El resto sigue siendo de asfalto o pinada.

En la oficina de turismo nos aconsejan ir en autobús a Piran. El número 1 pasa cada 20 minutos por 1,5 euros -a pagar con tarjeta de crédito obligatoriamente- por adulto. Nos dicen que aparcar en Piran -prácticamente pegada a Portorose- resulta imposible porque no permiten entrar en vehículo particular. Sí que se puede dejar el coche en algún aparcamiento de la entrada, pero nos insisten en la oficina de turismo en que resulta más caro y que suelen estar llenos.

Hacemos caso. Piran es muy turística. El tramo de Portorose recuerda a una especie de Cannes eslovena, con sus tiendas de lujo, sus casinos, sus cochazos. Antes de llegar a Piran subes y bajas una colina, por un trozo de carretera que no discurre junto a restaurantes ni tiendas que copan la primera línea de costa.

Piran tiene el mismo estilo de puerto con diseño de la Venecia de sus mejores tiempos como potencia europea. Con sus callejuelas estrechas de colores, sus palacetes y, sobre todo, la plaza con la estatua del antes aludido músico Tartini, nacido en Piran. Amplia, repleta también de cafeterías y tiendas en sus alrededores y, al fondo y a una altura mayor, la iglesia y la torre campanario. Da para captar una imagen en contrapicado, con Tartini en primer plano y la iglesia de fondo.

El sol sigue picando. Los tópicos de que en Centroeuropa se está más fresco que en España en verano ya venimos comprobando año tras año que resultan inciertos. En agosto, desde hace tiempo, las temperaturas son elevadas de San Petersburgo a Quebec, por poner dos ejemplos vividos con más de 30 grados. Las botellas de agua -no las venden demasiado frescas- las consumimos una tras otra. Volvemos a la granja, donde llegamos sobre las ocho de la tarde. 

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