Despertamos en la hacienda francesa, cuyo alojamiento principal consiste en una especie de mansión en decadencia con un jardín que más bien asemeja un bosque por su tamaño. En ella alquilan habitaciones, a las que se accede por una intrincada escalera de caracol. Nos espera el clásico desayuno francés de cruasán, pain au chocolat y mermeladas variadas más mantequilla con una barra de pan.
Estamos en la periferia de Marsella, en le Chemin du Four du
Buze. El entorno no resulta demasiado agradable para realizar un paseo matutino
de exploración. Nos hallamos en una urbanización apartada, enclavada en una
barriada bastante despoblada.
Nuestro primer objetivo del día es Cassis, una localidad
exaltada por su vino y reconvertida de puerto pesquero en emporio turístico.
Las calles rebosan de visitantes y los restaurantes están atestados. Aparcar
incluso en los parkings públicos resulta difícil, pues los más céntricos se
llenan en seguida y unos cuantos coches esperan, con la barrera bajada, a que
quede una plaza libre.
Con la habilidad que les caracteriza, los franceses han
logrado sacar el máximo jugo promocional a una población que despunta por sus
casas coloridas y llamativas junto al muelle y de la que salen continuamente
barcos hacia las calas cercanas. El castillo se encuentra cerrado a las
visitas, por lo que nos quedamos sin recorrerlo, aunque subimos posteriormente
con el coche a su altura y podemos contemplar la preciosa panorámica. Siendo
poco de playas, nos conformamos con pasear por las callejuelas de Cassis,
disfrutando de sus rincones cuidados y embellecidos con gusto.
Ya que comer en esta turística localidad resulta caro y
complicado por la dificultad de encontrar mesa libre, nos desplazamos a la
vecina La Ciotat. Allí, después de dar unas cuantas vueltas, terminamos en el
restaurante Le Carré, pegado al muelle.
Nos atiende un simpático y parlanchín camarero que ha
trabajado 15 años en Jávea, la frecuentada población referente en el verano
alicantino. Además de compararnos ambas localidades -La Ciotat, que según
explica se halla en crecimiento por la implantación de un astillero, y Jávea,
donde su padre dirige un restaurante y comenta que ha bajado el turismo este
año- nos ofrece sinceras recomendaciones del menú, que ya nos avisa que resulta
caro comparado con el que se cobra en España, y de localidades para visitar en
las cercanías.
En cualquier caso, esta tarde decidimos disfrutar de la
piscina de la casona donde nos alojamos con sus tumbonas -somos todavía los
únicos huéspedes-, que invitan al descanso y a la lectura, y del amplio jardín.
Luego salimos a comprar algo para cenarlo en la amplia terraza de la
habitación, aunque el fuerte viento de Mistral que sopla hace que nos lo
replanteemos.
Aix-En-Provence
Hoy visitamos una bella e histórica ciudad situada a poco
más de media hora de Marsella y que destaca en la región, La Provenza, de su
mismo apellido: Aix-En-Provence. Después del clásico desayuno con cruasán,
mermeladas varias y mantequilla Elle@Vire para untar en una buena barra de pan,
recorremos los poco más de 30 kilómetros que nos separan de la ciudad del
pintor francés Paul Cezanne, recordado en estatuas, rótulos y calles.
Hemos quedado para una visita guiada organizada por Civitatis en La Rotonda, el centro neurálgico de la localidad, con su clásica fuente. Dejamos el coche en el enorme parking del mismo nombre, en el cuarto sótano (sale a unos 2,20 euros la hora) y buscamos a la guía. Por desgracia, no se presentan las otras dos personas inscritas y se anula el trayecto, así que recurrimos al clásico trenecito que te hace un recorrido de una hora por las calles principales con una explicación políglota. Nos sirve de introducción para luego ya callejear.
Como cada martes, jueves y sábado, está montando el extenso
mercado ambulante de Cours Mirabeau, que anima la avenida. También paseamos por
la calle Cardinale y la de Mazarino, en la zona denominada con el apellido del
influyente religioso y primer ministro francés, que igualmente dejó su impronta
en Aix.
Después ya nos dirigimos al casco histórico, al lado
contrario de Cours Mirabeau, por la rue Clemenceau, la plaçe Richelme, donde
están levantando el mercadillo de futas y verduras, al ayuntamiento, que tiene
un imponente salón de plenos repleto de retratos de personajes ilustres locales
y que puede visitarse, y a la catedral, con una extensa mezcla de estilos en su
interior y donde resalta el baptisterio originario del siglo V.
Allí cae un fuerte temporal de verano que nos obliga a
refugiarnos hasta que amaina y podemos regresar al aparcamiento. Lo hacemos con
nuestra cajita de calissons, el dulce típico local, almendrado y con aromas a
frutas, comprado en uno de sus establecimientos más históricos de venta, la
Maison Bremond, que data de 1830.
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