Hay ciudades que te sorprenden, otras que te encandilan, algunas que te decepcionan y unas cuartas que responden a la imagen que te habías trazado de ellas. Marsella se encuentra en esta última clasificación, salvando alguna excepción como el barrio de Le Panier.
Gris, portuaria, sórdida en algunas calles, con un constante olor a orín, caótica en la conducción, cara… Sí, la impresión no ha resultado muy positiva. Cuesta aparcar y cuando lo haces en algún parking céntrico, como el de La Bourse -un centro comercial construido sobre unos vestigios romanos- te enfrentas a un abono que supera los tres euros la hora. Los platos en la mayoría de los restaurantes no bajan de los 14 euros -si pides el del día-, y recorrer en vehículo algunos tramos de la misma urbe requiere el pago de peaje.
El paseo comienza en el concurrido mercado ambulante de
frutas y verduras de la calle de Le Musée, junto a su parada de metro. Es un
batiburrillo de gritos llamando a la compra, personajes que se entrecruzan y el
olor a orín que acompaña constantemente. A esa sensación le sumas la de sentir
más de una vez que tu cartera corre peligro de desaparición. En el centro no
nos cruzaremos con un solo agente de policía.
Si Aix-En-Provence refleja el arte, el decoro, el gusto por el detalle francés, Marsella representa lo opuesto: el caos, el agobio de tráfico, la urbe portuaria. Con algunas excepciones, como he adelantado. Por ejemplo, algunas de sus iglesias, como la de San Víctor y su cripta que recuerda al santo, con el cercano horno Le Four de Navettes, el más antiguo de la ciudad (de 1781) que vende el típico dulce local, la Navette, una especie de rosquilleta dulzona con una hendidura en su centro para asemejarla a un barco en miniatura.
La catedral de Santa María La Mayor resulta imponente y
sorprendente. Es del siglo XIX, lo cual llama poderosamente la atención por su
escasa antigüedad. Se trata de un edificio nuevo construido sobre la base de
una mezcla de estilos pasados, del románico al neobizantino, algunos bastante
alejados del cristianismo. Y célebre por sus mosaicos romanos en el interior.
El Viejo Puerto (cuyos orígenes de asentamiento griego data
del siglo VI A.C.) se recorre por uno y otro lado, y echas de menos, sobre todo
en los días de sol, la falta de un puente, pasarela o lo que sea que enlace
ambas vertientes sin tener que dar la vuelta completa si quieres alcanzar algún
punto del lateral opuesto. Otro detalle lo constituye la diminuta playa de Les
Catalans, cerca del Fuerte de San Nicolás, de un centenar de metros de
extensión si llega y abarrotada de gente en verano.
La mejor vista de la ciudad y, sobre todo, de su parte más
turística, el citado Viejo Puerto, la encontramos muy cerca del aludido fuerte,
en el Jardin du Pharo. Al bajar, como en otros muchos lugares de la población,
puedes adquirir pastillas del famoso jabón de Marsella- Parece una
contradicción que la localidad haya alcanzado fama por su producto de limpieza
y por la fragancia de la lavanda de la región y padezca ese mal olor constante.
Detrás del ayuntamiento despunta el barrio de Le Panier, que
ha sufrido numerosas vicisitudes, desde ser destruido en gran parte durante la
invasión alemana a convertirse en epicentro de operaciones de la tristemente
célebre mafia marsellesa. Ahora resalta por sus calles ajardinadas, los
graffitis con estilo en algunas de sus paredes, las tiendas de detalles locales
con gusto y las pequeñas cafeterías con encanto. Su clase rompe con el ocre
barniz que pinta el resto de la ciudad.
La última etapa del recorrido por esta zona de Francia, que
suma La Provenza y el Ródano, nos conduce a la pequeña localidad fortificada de
Le Castellet, con orígenes romanos, efervescencia medieval y renacimiento, tras
decaer en la revolución francesa y con la crisis del viñedo, a principios del
siglo XX. En la actualidad su forma de castillo queda algo difumina.
El principal vestigio de su pasado histórico lo constituye
su iglesia románica del siglo XI. Más que de pasear por un castillo al uso, la
experiencia de transitar por sus calles recuerda a la dejarse llevar por un
centro comercial. Es una especie de Carcassone en miniatura y sin las
espectaculares murallas que cercan esta última. O de castillo de Guadalets, en
la provincia de Alicante. Recomendable para un inciso en el viaje de un par de
horas.
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