¡Nos habíamos quedado atrapados en aquella aldea de la
Amazonia peruana! San Miguel está ubicada a unos 120 kilómetros de Iquitos, río
arriba. Habíamos llegado hasta allí con un barco de línea, de los de hamacas
para descansar en la borda y múltiples paradas.
Desde San Miguel, con una canoa, nos trasladaron a una casa
de madera asilada y elevada sobre el río. Junto a un guía local, nos alojamos
en ese lugar durante cuatro días. Era plena -época de lluvias, por lo que todo
estaba inundado. Solamente podíamos desplazarnos flotando sobre el Amazonas Nos
dedicamos en esas jornadas a avistar osos perezosos, pescar pirañas, agazaparnos
bajo mosquiteras en cuanto oscurecía y bañarnos apresuradamente junto a la orilla por el temor a descarga de anguilas eléctricas..
El problema llegó cuando teníamos que regresar a Iquitos. Había elecciones a la presidencia del país y en Perú resultaba (desconozco si lo sigue siendo) obligatorio votar bajo pena de una fuerte multa en caso de no hacerlo. Y las urnas únicamente se instalaban en grandes ciudades. El barco de línea que nos tenía que devolver a la capital del Amazonas peruano estaba abarrotado de votantes, por lo que no paró en San Miguel y no volvería a pasar en días.
Nos quedamos tirados en esa aldea y debíamos retornar a
Iquitos para volar desde allí a Lima. Ese mismo problema, el de salir de aquel
lugar en esa jornada, lo sufría otra decena de personas, cada una por sus
propios motivos. La más visible, por la enorme nevera que transportaba, debía
trasladarse a la urbe amazónica peruana para vender sus pescados.
Esto provocó que rápidamente se generara una alianza de
intereses y se llegara al acuerdo de navegar hasta Iquitos -la única forma de
desplazarse era por el río- en una pequeña barcaza de apenas seis metros de eslora.
La mitad de ese espacio, la delantera, lo ocupaba la citada nevera. En la otra,
la trasera, viajábamos apiñadas una decena de personas, sin apenas espacio para
movernos y mucho menos para aspirar a estirar las piernas.
Zarpamos poco antes del atardecer. El peso que acarreaba la
embarcación provocaba que el agua llegara a un palmo de la borda. Pronto nos
situamos en medio del río, con una distancia entre ambas orillas que superaba
el kilómetro y una profundidad de unos 20 metros. No había escapatoria posible
en caso de naufragio.
La primera hora me la pasé sufriendo por un hipotético hundimiento. Expresé mi preocupación a la persona de la casa donde estuvimos que nos hizo
de guía. Su respuesta fue ofrecerme una bebida alcohólica local denominada siete
raíces. Rápidamente la compartió con otros pasajeros.
¡Para qué pasarme las siguientes 12 horas angustiado si no
podía solucionar el problema! Decidí que debía entretenerme con algo para que
el tiempo discurriera en mi mente más rápido en aquella oscuridad amazónica. Se me ocurrió empezar
a repasar, con toda profusión de detalles, cada día de los más de 80 que llevábamos
de viaje por Centroamérica hasta que saltamos a Perú y de Lima volamos directos
a Iquitos.
Así, entre gritos para advertir a algún barco con el que nos
cruzábamos de que tuviera cuidado con nuestra pequeña y oscura embarcación para que no
nos arrollara, entre paradas obligadas que obligaban al joven timonel a soplar
al tubo de gasolina para reactivar el motor y mirando con atención el cauce
para esquivar los numerosos troncos flotantes, llegamos al amanecer a Iquitos. Sin
más incidentes.
Con motivo del 25 aniversario del largo viaje que hice con mi
amigo José Ramírez por Centroamérica, Perú y Bolivia voy a recopilar en mi blog
algunas historias de aquella travesía. Por entonces todavía ese cuaderno de
bitácora digital no existía y no podía, por tanto, trasladar allí estas
anécdotas. Ahora puedo compensar con recuerdos, imágenes (como la de la embarcación
con la que llevamos a cabo la atravesía) y transcripciones recopiladas.

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