Escribo esta crónica gastronómica del figatell y de cómo lo han aderezado en el restaurante Mi Cub, ubicado en el Mercado de Colón.
Puedes leerlo en soloqueremosviajar.com pinchando este enlace
Escribo esta crónica gastronómica del figatell y de cómo lo han aderezado en el restaurante Mi Cub, ubicado en el Mercado de Colón.
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Fue el pasado 7 de octubre, en los prolegómenos del 9 de octubre, el Dia de la Comunitat Valenciana. Debatimos en 7televalencia sobre la situación política actual y qué nos pueden deparar las próximas semanas
Puedes escuchar y ver el programa pinchando este enlace
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El poeta John Keats ha pasado a la historia como uno de los principales referentes del romanticismo británico. Su obra estaba aderezada de melancolía y salpimentada de frases inspiradoras o grandilocuentes, según quiera interpretarse. Entre ellas se encuentra la que define una obra de arte, “como un gozo eterno”.
Posiblemente esa sensación de goce, de disfrute, la buscan
Juanjo Soria y María José Martínez en Lienzo, el restaurante que dirigen en la
plaza de Tetuán de Valencia. Su rótulo evoca creación, imaginación, arte, en este
caso pictórico. Al entrar, el cliente se siente, en cierto modo, como un pintor
al iniciar su obra. Y esa sensación lo envuelve por doble motivo.
Por un lado, los propietarios de Lienzo han emprendido la
iniciativa de exponer cuadros en las inmaculadas paredes del local. En cierto
modo quieren evocar los tiempos en los que donde ahora se ubica un restaurante antes
había una galería y el galerista decidió combinar el disfrute de vista y
paladar instalando una pequeña cocina.
“Hemos querido dar sentido al nombre de Lienzo organizando
exposiciones. Al principio no sabíamos si sería posible, pero la propuesta ha
tenido éxito y ya hemos cerrado muestras para los próximos cuatro años”,
explica Juanjo Soria, jefe de comedor del restaurante. O ´maître´ si preferimos
recurrir al habitual galicismo. Así el goce para el paladar va acompañado de
deleite o entretenimiento para la vista.
María José es la responsable de cocina o chef. Ella y Juanjo
se conocieron en Murcia estudiando cocina. Después de diversos avatares y de un
aprendizaje constante, decidieron hornear el futuro por su cuenta y desde 2014
dirigen Lienzo.
Y retomando el doble motivo del cliente, el segundo
consistiría en la posibilidad de realizar un trazo a su paladar que le permita
descubrir nuevas sensaciones o aplicar una curiosa combinación de sabores que
le genere una experiencia culinaria diferente.
Para ello le proporcionan una paleta de platos repletos de
productos valencianos. El elenco cromático es tan amplio como abundante en su
resultado. Mejillones con espuma de lima, cono de remolacha; higo con anguila
al vapor, queso con leche de cacao del collaret (el típico de la comarca
metropolitana de l´Horta Nord) con gotas de miel…
Son los tonos más suaves para empezar, que diluyen con
aceite de variedad Alfafarenca, procedente de la alicantina localidad de
Benifallim, para diluir en focaccia y pan de masa madre.
Y llega la exhibición de arcilla. No de color, sino de la
propia roca horneada y que rompe Juanjo Soria con cincel y martillo delante del
comensal para extraer de su interior ajo tierno y judía Bobby envueltos en col.
De esta singular forma preserva su sabor y propiedades incólumes. Lo acompaña
de pilpil de chufa.
Y entre trazo y trazo gastronómico, trago de la cerveza
artesana de la casa, con su nombre propio, Lienzo. “La primera con miel
urbana”, tal como matiza Juanjo Soria, quien explica que extraen la citada miel
de panales ubicados en el Jardín Botánico de Valencia, dentro de un proyecto
cervecero que surgió en pleno confinamiento.
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Y también puedes escucharme en el Inter Café del pasado viernes 25 de septiembre, el programa de Intereconomía que dirige José Luis Pichardo.
Para ello basta con pinchar este enlace (intervengo a partir de la segunda hora)
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https://www.ivoox.com/inter-cafe-18-septiembre-2020-audios-mp3_rf_56705787_1.html
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El pasado martes hablamos de periodismo en CV Radio con motivo del Día Internacional del Periodista.
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Y este año, después de un trecho que se me ha hecho
demasiado corto de El Camino de Santiago (unos 73 kilómetros), llegaron unos
días de descanso andarín y de trasiego turístico y vinícola. Con base en
Labastida, en La Rioja alavesa si a vinos nos referimos y en la provincia de
Álava simplemente si a la geografía española hacemos caso.
Allí, para abrir boca, no se escapan las chuletillas al
sarmiento, que te sirven en una parrilla sobre brasas de esta rama de la cepa
de la vid. A modo de postre, cae una impresionante tormenta de granizo estival,
que luego se cierra con una lluvia que nos acompañará toda la tarde y nos
limitará los movimientos. Como la visita a la cercana localidad de Ábalos,
donde vamos corriendo de porche en porche para no empaparnos y mientras no
puedo evitar que me venga a la cabeza el ministro valenciano del mismo
apellido.
Y en Briones, más de lo mismo. Con la tristeza de ver que la
botica centenaria clásica de la localidad ha cerrado y sin que la lluvia apenas
nos dé opción al paseo. Así que de vuelta al hotel de Labastida y a su bar que,
por cierto, está abarrotado. Aquí la costumbre social de la copa de vino no se
perdona ni por la obligación de llevar mascarilla ni por la de mantener la
distancia, normas que parece que se convierten en bastante laxas en los bares
de esta población alavesa, donde el movimiento empieza alrededor de las siete
de la tarde y se prolonga hasta que por norma han de cerrar los locales sobre
la una de la madrugada. Luego, no falta el trasiego por las calles.
Frías y Oña
Hoy nos trasladamos a la provincia de Burgos y disfrutamos, en primer lugar, de uno de los objetivos prioritarios del viaje, Frías. Impresionante su fortaleza, con la enorme torre del homenaje muy elevada sobre el peñasco. Vemos la vidriera, consagrada a San Vicente Ferrer. Me llama la atención la presencia del santo valenciano en Burgos. Pregunto al guía de la iglesia y me explica que fue un error, que el artista confundió al Vicente mártir con el participante en el histórico Compromiso de Caspe.
El Camino de Santiago siempre espera. Y el peregrino lo
busca. Este año, en lo que respecta al andariego que suscribe esta crónica, se
ha desarrollado entre Navarra y La Rioja, con punto de inicio en Pamplona,
hasta donde entramos en coche desde Valencia tras atravesar un buen tramo de
autovía en obras desde Zaragoza.
Llegada casi a las cuatro de la tarde y, a esas horas,
búsqueda de un pincho rápido. Luego, recorrido por la Ciudadela, con su enorme
foso, sus edificaciones y tránsito por la puerta atrincherada que conduce al
centro. Preguntamos en la céntrica oficina de turismo aunque, la verdad, nos
aclaran poco o nada. En algunas de estas dependencias informativas, la minoría,
te restan interés por la localidad que visitas y hacen que pierdas la
oportunidad de descubrir algunos de sus encantos que no brillan a primera
vista.
Vamos a la iglesia de San Lorenzo, a contemplar la tumba del
célebre San Fermín, a quien se encomiendan mozos y visitantes en los encierros
taurinos de las fiestas que llevan su nombre, aunque antes, para no perdernos
recorrido, paseamos por la también ya mundialmente conocida calle Estafeta, con
sus tiendas de recuerdos, heladerías, bares… Desde ahí continuamos hasta la
plaza de toros, siguiendo la curva que dan los astados y mirando la inclinación
de la pendiente para tratar de imaginar el tramo final de los encierros, sobre
todo este 2020 que no ha habido.
Retornamos y nos paramos en la iglesia de San Agustín, cuyo
principal reclamo lo constituye el rótulo en la entrada que indica que allí
armaron caballero de Santiago a Garcilaso de la Vega, un poeta cuyos personajes
pastoriles, Salicio y Nemoroso, son dos de mis protagonistas literarios
favoritos. Ellos, con su inolvidable loa al sosiego de la naturaleza. Al
bucolismo por excelencia.
Lanzarote, llegada en barco de la compañía Armas en poco más de media hora, recogida del coche de Cicar en el mismo muelle (esta vez un Opel Corsa) y desplazamiento desde Playa Blanca hasta Puerto del Carmen, donde nos alojamos en el hotel Montana. Por desgracia para el negocio turístico, la situación actual provoca que el servicio de recepción únicamente abra de ocho de la mañana a cuatro de la tarde y que la ocupación ronde más o menos una cuarta parte de su capacidad.
Se disfruta de un ambiente relajado, ni mucho menos
masificación, en el entorno del paseo marítimo, plagado de restaurante y
alojamientos cuyo negocio es el turismo. En Puerto del Carmen existe una playa
enorme que luce la elocuente denominación de Playa Grande y otra diminuta que
también hace honor a su nombre: Playa Chica.
En la oficina de turismo (la del paseo en Puerto del Carmen
abre de 10 a 18 horas, aunque los horarios en las diferentes poblaciones
resultan muy variables y en muchos casos cierran por las tardes) nos informan
sobre la zona, y después de comer algo rápido y contundente en nuestro hotel
gracias a la polifacética recepcionista/cocinera, vamos a Arrecife, la capital,
a una docena de kilómetros. Sopla bastante viento, aunque un par de personas
nos comentan que en Fuerteventura lo hace con más fuerza. Supongo que irá a
días, o a percepciones, porque en la estancia anterior en Fuerteventura no
notábamos estas fuertes ráfagas.
Arrecife
En Arrecife aparcamos en un enorme solar habilitado para este
servicio, con su equipo bien organizado de ´gorrillas´ (el precio ´oficial´ nos
comentaron en la oficina de turismo que es de un euro), junto al charco de San
Ginés, un pedazo de mar interior, separado del exterior por un puente, y donde
reposan decenas de pequeñas embarcaciones de pesca. Precioso al atardecer.
Fuerteventura sorprende desde la primera ojeada. Una gran
planicie desértica inunda la isla, únicamente interrumpida por urbanizaciones
de impolutas casas blancas, siempre arrulladas junto al océano, que surgen de
pronto. Sin árboles ni apenas plantas del estilo peninsular. Y esa singularidad
también contribuye a su encanto. Al hecho de sentirse en una especie de paraíso
natural sin la típica frondosidad con la que mentalmente se vincula los
paraísos naturales. Otro estilo. Diferentes sensaciones.
El barco nos deja en el sur de la isla, cerca de Playas de
Jandía y, entrando la noche, hemos de desplazarnos al extremo norte, a
Corralejo, donde nos alojaremos en el hotel Arena Beach. Esas primeras
impresiones nos dan una extensa imagen fotográfica de la segunda isla en tamaño
de las Canarias. La atravesamos íntegra, incluso dejando a un lado su capital,
Puerto del Rosario. De sur a norte.
El desierto del Sinaí
Me viene a la mente el desierto del Sinaí, entre Israel y
Egipto, también recorrido años atrás con las últimas luces del día y los
primeros minutos de oscuridad completa. En Fuerteventura conduces kilómetros y
kilómetros rodeado de arena, sin más construcción a la vista que los
esporádicos pórticos en medio de la inmensidad que te anuncian que has cambiado
de municipio. En las Canarias, al contrario que en comunidades autónomas como
la valenciana, existe una diferenciación clara entre municipio y localidad; no
son ni mucho menos prácticamente sinónimos. Un municipio cuenta con varias
localidades.
La gasolina sigue estando más barata que en la península.
Razón de menor tasa impositiva, me aclara el trabajador de una estación de
servicio a quien pregunto. Sobre las ocho de la tarde nos ponemos en camino con
el coche de alquiler de la empresa Cicar y llegamos casi a las diez de la noche
al hotel, justo para cenar.
Descubriendo
Corralejo
Empieza el día con paseo matutino, descubriendo Corralejo.
Me voy hasta el extremo, casi tocando con mis pies el Atlántico y divisando con
total claridad Lanzarote y el islote de Lobos, típico de excursiones para pasar
unas horas. Tiendas y viviendas con un máximo de dos alturas copan la
localidad. El número de comercios resulta, teóricamente, exagerado si se
compara con los alrededor de 18.000 habitantes de la población. El peso del
turismo y de los no empadronados se nota.
El aeropuerto de Barajas parece el anticipo del desierto, en este caso aeronáutico, que luego nos esperará en Fuerteventura. La zona M de la terminal 4 no tiene tiendas ni bares abiertos y su oscuridad contrasta con la luminosidad de la que luego disfrutaremos en Gran Canaria. El ambiente atemoriza. Nada que ver con lo que nos encontraremos en las islas, en este caso en el recorrido por la provincia de Las Palmas, una de las dos que configuran la comunidad autónoma de Canarias.
Embarcamos en el avión de Air Europa previa dispensación de
gel desinfectante y reparto de toallitas de limpieza para brazos de butacas y
pantallas táctil, y desembarcamos en perfecto orden de filas. No te puedes levantar
hasta que no haya avanzado por el pasillo hacia la puerta de salida la persona
del asiento de delante. Como debería de ser siempre si no surgiera ese afán
incontrolable de muchos pasajeros por estrujarse en los pasillos en cuanto
aterriza el avión.
El coche de alquiler de Cicar nos está esperando en el
aeropuerto. La compañía, con seguro a todo riesgo en cada vehículo, funciona
muy bien. La recepción es rápida y la entrega de vehículos todavía más: basta
entregar las llaves. No te obligan a los cansinos controles que te hacen perder
tanto tiempo de otras compañías y lugares.