Aterrizamos en el aeropuerto de Helsinki-Vantaa con la llovizna que nos acompañará cada día y con una temperatura 20 grados inferior a la de nuestro origen valenciano. Recogida de maletas en un lugar bastante alejado de la salida desde el avión a pesar de que ni el aeropuerto ni la capital finlandesa destacan por un tamaño enorme.
De allí caminamos a la parada de tren de Lentoaseman, donde
tenemos transporte cada cinco minutos a la capital por 4,10 euros, y en media
hora nos plantamos en la estación central. Desde ahí a donde está nuestro hotel
nos separan menos de dos kilómetros que paseamos entre tramos de obra, vías de
tranvía y primeras observaciones de una ciudad.
Destaca la proliferación de edificios que me recuerdan a cubos de Rubik, con extensos ventanales que permiten que la luz y la oscuridad del día, que se relevan continuamente, penetren en las viviendas. O se contemplen a la perfección desde su interior.
Al llegar tarde y con frío el primer día no tiene más historia que buscar donde cenar sin que nos salga demasiado caro para un presupuesto español ya desnivelado por el encarecimiento de la vida. Helsinki da una vuelta de tuerca más a la economía doméstica.
Paseo por la capital
La segunda jornada ya nos permite dedicarnos a la ciudad.
Iniciamos el recorrido en la biblioteca Oodi, con su singular diseño y sus
mesas con tableros de ajedrez invitando a jugar partidas. Disputamos una.
Desde este lugar nos desplazamos, siempre paseando, a la plaza
del Mercado, salpimentada de puestos de venta de frambuesas y otras frutas de
las llamadas del bosque, verduras y bares en los que sirven lo que llaman sopan
finlandesa, con salmón, por supuesto.
Muy cerca se halla el antiguo mercado, un edificio repleto de pequeños puestos de restauración y algún local de alimentos intercalado. Todo muy concurrido aunque sin agobios. Y situado junto al puerto, al que llegan continuamente botes de cruceros y otros que enlazan con islas cercanas. Vemos grupos de engalanados participantes en bodas que esperan el transporte acuático a la isla de Suomenlinna.
Los observamos aposentados en la coqueta terraza montada por
uno de los puestos ambulantes degustando sopa finlandesa y protegidos de la
lluvia que, por unos minutos, ha arreciado. Cuando amaina nos desplazamos para
ascender hasta la gigantesca iglesia ortodoxa que se aprecia desde gran parte
de la ciudad. Como hay oficio religioso, no podemos entrar. Nos conformamos con
otear la panorámica urbana desde su atalaya.
Desde allí paseamos hasta la cercana plaza del Senado, con
sus amplias escalinatas y la todavía más ensanchada explanada. Nos viene justo
el tiempo para ir hasta la denominada Capilla de la Meditación, que se
distingue por el curioso cono de madera que la envuelve y la protege del
transitado y comercial entorno.
Caminamos una y otra vez por la estación central, y también
por el parque del jardín Botánico, que lleva hasta la zona en obras de nuestro
hotel y hasta la plaza que lo enfrenta, donde esta mañana también había media
docena de puestos ambulantes de fruta y verdura.
La impresión que nos llevamos de Helsinki consiste en que se trata de una ciudad cosmopolita a tamaño reducido, aunque con los tics del trato humano distante de las metrópolis. En este caso, con espacios abiertos para transitarlos, comunicación constante, muchas calles levantadas por obras en este periodo y con el inglés como idioma oficioso que permite conversar con cualquiera.
Una urbe también muy amigable (si nos apuntamos literalmente
al común término friendly) para familias con niños pequeños y para desplazarse
en bici -bastantes automáticas la atraviesan- y en la que apenas vemos perros.
Son primeras conclusiones, ya que nos queda bastante por conocer y comprender.
El domingo la plaza del Mercado Viejo reúne bastantes más
puestos de venta que en la víspera sabatina. A los de frutas y comida sentada
se suman otros numerosos de alimentación e incluso de venta de ropa.
No es nuestro objetivo recorrerlos, sino la visita con guía
que parte de la extensa plaza del Senado, con la estatua del zar Alejandro II
en su epicentro y la catedral, con su imponente cúpula, de fondo.
Fríos y con nivel educativo
Nuestro cicerone, un
argentino de Rosario llamado Daniel, nos da algunas pistas que nos ayudan a
confirmar aspectos que sospechábamos pero que no sabíamos si eran simples
impresiones. Como la escasa predisposición al saludo de los finlandeses. “Son
como el agua del puerto, fría y sin temperamento”, señala en un momento de sus
descripciones.
Daniel llegó a Helsinki hace cuatro años de la mano de una
nativa y en la capital de Finlandia se ha quedado sobrellevando sus gélidos y
oscuros inviernos. Admira lo que como ayudas sociales le aporta, aunque insiste
en que “cuesta mucho hacer amigos. Los grupos se forman con personas que se
conocen desde pequeñas y ya se cierran. En los bancos la gente se sienta sola
en medio para que ya nadie se ponga junto a ella”.
Por el contrario, la educación resulta modélica, con aulas
de ratios de siete y hasta cuatro alumnos por docente. En cualquier caso, con
Daniel recorremos lugares que ya habíamos visitado el día anterior, como la
Explanada, situada junto al puerto, o las piscinas termales, que habíamos visto
aunque no apreciado. Nos ayuda a situarnos con conocimiento del lugar.
El recorrido por la capital finlandesa termina pasando de
nuevo, una vez más, por la estación central y desviándose hacia el local de la
compañía de alquiler de coches con la que hemos contratado el vehículo espigado
y familiar que nos transportará durante los próximos días.
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