La etapa dos no se me olvidará porque la comenzamos ateridos de frío, a siete grados, por asfalto, y la terminamos a más de 30, después de atravesar preciosos valles, sinuosos desfiladeros y semidesérticas aldeas. Camino del Salvador en estado puro, entre prados, vacas y caballos.
Todo el trazado se encuentra perfectamente señalizado. En este tramo de algo más de 23 kilómetros únicamente tendremos la opción de parar a comer algo en un bar situado en una aldea, a 8 kilómetros del inicio. Como no ha llegado todavía el reparto de pan, no pueden prepararnos bocadillos. Lo único que nos ofrecen es un insípido pincho de tortilla por boca de una camarera seca y antipática. Una excepción en nuestra ruta.
El camino resulta duro por los ascensos a collados a través de caminos sinuosos y pedregosos. Lo concluimos en seis horas y treinta minutos hasta llegar a nuestra aldea, Poladura de la Tercia. Está todo tan contado que en nuestro alojamiento no pueden darnos de comer. Ni siquiera un pincho. Compran lo justo para sumar el número de comensales que han reservado.
Nos conformamos con una cerveza y un cuenco de aceitunas degustados en este remanso de paz entre susurros del arroyo y cacareos de gallos. La tarde discurre con una tranquilidad absoluta en esta aldea que no alcanza las 50 viviendas y sin tele en la habitación.
Cenamos a las 19 horas el menú que nos sacan. No hay elección. Tampoco la necesitamos. El hambre aprieta. Cuando eres peregrino, aunque te parezca que no estás famélico, empiezas a comer y tarda más de lo habitual en parar. Cuesta saciarse.
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