Pocas veces el sentir colectivo tiene tantas ganas de que
concluya un año para, con una titubeante esperanza, desear que comience el
siguiente. El fin de 2012 ha resultado cansino, agotador y desmoralizador
socialmente hablando. Ha mantenido la línea creciente de deterioro que el cambio de
gobierno, lejos de rebajar, ha contribuido descaradamente a elevar.
Finaliza este pésimo –y hablo en términos generales, al
margen de las alegrías particulares- año con la sensación del tiempo perdido y
difícilmente recuperable, con el hastío que con tanto acierto ejemplariza el mítico
personaje de Sísifo, condenado a empujar una enorme roca hasta la cima de una
colina y, sobre todo, castigado a no llegar nunca a su destino. Ese objeto que
lleva entre manos siempre se le escapa antes y debe desandar su camino para
volver a comenzar tan ingrata tarea.
La percepción actual consiste en que todos empujamos un
pesado lastre y que esa cima aliviadora está lejos, demasiado lejos, mientras
que nuestro peso aumenta hasta provocarnos una extenuación física y
psicológica.
Pese a todo, no nos queda más remedio que seguir empujando.
Detrás dejamos el vacío, la desolación. Por delante, la cumbre de esa ficticia
colina representa el imprevisible futuro. Ese porvenir que afrontamos con
pesadez y con una briza de esperanza que atenúa el desánimo del pasado. Por
todo ello, y ocurra lo que ocurra, el cambio de año, con los buenos deseos que
desprende, nos aporta una dosis de energía extra más que necesaria. Aprovechémosla.
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