El célebre, mítico y venenoso tejo del jardín botánico |
El jardín botánico de (la Universidad de) Valencia constituye uno de
esos remansos de paz de embelesante bucolismo que tanto embriagaban a Salicio y
Nemoroso, los dos personajes pastoriles creados por el poeta Garcilaso de la
Vega. Situado en el eje de dos grandes vías urbanas como Fernando el Católico y
Pechina, su interior se encuentra totalmente insonorizado del tráfico por la
frondosidad de su vegetación.
Explorando el lugar al libre albedrío o, mejor, inscrito en alguna de
las visitas guiadas de los últimos domingos de mes (a las 11 y a las 12. Hasta
25 personas por grupo) podemos disfrutar de una sombra bajo alguna palmera, de
la exuberante visión del tejo o del crecimiento constante del bambú. Aunque si
en estos días estivales buscamos protección solar, mejor la hallaremos en el
umbracle o en el invernadero de plantas tropicales.
Además de la vegetación nos sorprenderán la pujante colonia de gatos y
las curiosas exposiciones de rocas ennegredecidas o de recreaciones artísticas
arbóreas que se entrecruzan con la naturaleza real.
Cualquier ciudad que se precie de una personalidad y de un atractivo
turístico propio debe poder ofrecer un jardín botánico y un mercado central con
solera. En Valencia disponemos de ambos. También, en países como España, de una
catedral imponente -y si guarda el Santo Cáliz, como parece que lo hace la
nuestra, mejor-.
Si enriquecemos el menú con museos de sorprendente y original contenido
-el de soldaditos de plomo de l´Iber o el fallero, por citar dos ejemplos-, la
urbe resulta todavía más atractiva si cabe. Y si ofrecemos calles peatonales y
espacios naturales de la extensión del antiguo cauce del Turia, playas y un
clima apacible, rozamos la perfección. Y subrayo el rozamos, porque para
alcanzarla hace falta incrementar la profesionalidad en la atención al
visitante y superar ciertos prejuicios impregnados de escasa afabilidad.
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