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Primera parada en San Pedro del Pinatar. La playa se halla atestada y cuesta aparcar. Lo conseguimos a base de dar vueltas con el coche por estrechas callejuelas alejadas del litoral.
Nuestro objetivo consiste en pasear por el espigón que
separa las salinas del mediterráneo, con sus típicos baños de lodo en su
lateral izquierdo. Un molino al inicio y otro al final delimitan este tramo de
paseo. Observamos con cierta sorpresa o solidaridad friolera a quienes
ensombrecen su cuerpo con lodo mientras el viento nos obliga a abrigarnos con
más ahínco.
Si llegáramos a la conclusión de este paseo nos situaríamos frente a la Manga, pero sin posibilidad de pasar hasta ella. Nuestra finalidad inicial consistía en llegar hasta este singular espacio murciano, pero el tener que alargar el recorrido en vehículo una hora para llegar al único acceso que existe desde más al sur de la región nos retrae.
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Ya son pasadas las tres de la tarde y estamos más o menos
lejos de otros restaurantes, por lo que nos adentramos en el del parador. Por
unos 20 euros por persona comemos bastante bien, con una tapa de quesos
canarios y una cata de aceite de lugar, por ejemplo. Todo ello con la
panorámica del terreno volcánico y la cima del Teide.
Otra hora larga para retornar a Puerto de la Cruz con ganas
de volver a disfrutar de la piscina en esta época del año poco proclive a ello.
El tiempo de las Canarias incita a ello. Después de saciarnos del ejercicio,
nos dirigimos al cercano centro comercial Martiánez.
Queremos aprovechar los precios más baratos de algunos
productos en las islas respecto a la península. No lo conseguimos en este
lugar, pero sí en el céntrico outlet de Benetton. Por el recuerdo que tenía del
establecimiento de Lanzarote y tras observar uno similar en la Laguna, buscamos
y encontramos el del Puerto de la Cruz de esta conocida marca italiana.
Después de emplear parte de la tarde en estos menesteres ociosos, volvemos a subir al coche y nos dirigimos a la bella población de La Orotava, que emerge sobre el valle del mismo nombre. De ella destacan sus casonas señoriales, sobre todo la conocida popularmente como De los Balcones, con sus tres líneas de ventanales: los más bajos con estilo de guillotina, y los cinco medianos y el corrido de arriba sobre la base de madera. Espectacular la fachada de la oficialmente denominada Casa Fonseca. También es un museo, pero las horas ya tardías conllevan que esté cerrado.
Paseando entre subidas y bajadas y contemplando las
numerosas casas señoriales llegamos a los espectaculares Jardines del
Marquesado, con su cripta, sus espacios privados construidos con ramas, su
croar de ranas y un sinfín de detalles que comportan una visita diurna más
pausada para disfrutarlos. Nos quedamos con las sensaciones.
De noche ya, vamos a cenar a un guachinche, nombre que
recibe la típica cantina canaria con buena comida y precio reducido. Elegimos
Los Gómez, en una cuesta en las afueras. No tenemos mucha hambre, aunque pese a
ello nos atrevemos con un plato de ropa vieja, con su carne mechada, patatas y
garbanzos.
Todavía percibimos en nuestro estómago el almogrote y el
gofio degustados este mediodía. Un poco de vino tinto tinerfeño de la casa
completa el menú antes de volver al hotel para concluir el día delante del
ordenador, escribiendo estas líneas, en el balcón de unos 50 metros cuadrados
-no exagero- sintiendo en el rostro la deliciosa caricia de la brisa marina.
La sed que me dejó el bocadillo de jamón que comí en el aeropuerto (comprado a propósito en el Mercado Central) y la estrechez del espacio entre butacas provocaron que las dos horas y cuarenta y cinco minutos de vuelo entre Valencia y Tenerife se me hicieran largas. El libro que tenía entre mis manos, con un argumento de futuro postapocalíptico, tampoco lograba que el tiempo transcurriera con mayor rapidez.
Sea como fuera, el avión de Ryannair aterrizó en el
aeropuerto de Tenerife Norte sobre las seis de la tarde, hora -por supuesto-
canaria. Con la rapidez habitual en esta compañía, Cicar nos entregó el coche
de alquiler. Se trata de un Opel Corsa gris que nos iba a acompañar, o, escrito
con más precisión, llevar, en los próximos días.
Con él nos desplazamos hacia Puerto de la Cruz, donde nos alojamos en un apartahotel -de nombre Casablanca, como la cercana metrópoli marroquí-. con piscina incluida para darnos los primeros chapuzones al aire libre de 2025 en un lugar con clima tan paradisíaco como las Islas Canarias. Cada vez que vienes te entran más ganas de repetir. La atención amable y profesional al turista acrecienta ese sentimiento.
Artículo publicado en el número de marzo de El Periódico de Aquí.
Puedes leerlo también en la versión digital pinchando este enlace
La Fundación Comunicando Futuro, con sede en Bilbao y con el objetivo de luchar contra la desinformación, celebra cada año una gala en la que reconoce a profesionales de la información. Este año ha llevado a cabo una distinción especial a los periodistas valencianos por la cobertura de la dana. La Asociación Profesional de Periodistas Valencianos recogió este galardón exaequo, lo que me permitió explicar al auditorio sensaciones y labor de aquellos días aciagos.
Antes, tuvimos entrevista en la cadena SER. Puedes escucharla pinchando este enlace, poco después del minuto 20
En mi intervención ante alumnos y profesores reivindico la importancia del periodismo local.
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La salud mental enciende el debate en el pleno efímero de Diputación de Valencia
Alcachofa frita, rebozada, hervida…o en ensalada. Esta
verdura tiene un especial predicamento, sobre todo en su temporada, la
invernal. En la Comunidad Valenciana destaca por la producción en el campo de
la zona castellonense de Benicarló y su entorno, aunque su cultivo se extiende
progresivamente.
Su uso también se prodiga. Como producto autóctono, se ha
integrado en el proyecto ‘Cuatro estaciones de la terreta’, que desarrolla el
restaurante Mi Cub, ubicado en el céntrico y modernista Mercado de Colón, en
Valencia. Lo ha hecho a modo de tapa estrella de invierno, aunque en un formato
refrescante para esta época, el de ensalada. O más bien el de ensaladilla.
Tras darle unas cuantas vueltas mentales, me compro una
sobrasada. Las vueltas se deben a que ya me hice con una en Palma, por lo que
no tenía claro si adquirir una segunda. Al final me decido por el sí. Soy
bastante aficionado desde niño a este producto y qué mejor que aprovisionarme
en Mallorca. Lo hago al final en una tienda minorista y previo paso por una
bodega, ya que el vino de esta zona tiene especial fama dentro de la isla.
Desde Binissalem nos desplazamos hacia Alaró con la
intención de contemplar su castillo, el principal de los ubicados en esta
porción de la isla. El problema radica en que desde el casco urbano hasta la
fortificación el recorrido en coche se extiende alrededor de media hora.
Demasiado para dedicárselo en días tan cortos y a sabiendas de que de ese castillo
quedan los restos.
La primera parada la hacemos en el casco urbano de Pollença, que da para un paseo por la zona antigua coronada por la iglesia de la Virgen de los Ángeles, con su enorme rosetón y, sobre todo, las llamativas pinturas en su parte superior. Sorprende. El golpe en la rodilla no permite la subida al calvario y sí que induce a buscar una farmacia de guardia donde comprar una crema calmante.
Lo segundo no resulta sencillo. Al ser un día festivo, solamente está de guardia la de Cala San Vicenç, a unos seis kilómetros del núcleo tradicional. Hasta allí nos desplazamos para encontrarnos con que la farmacéutica nos dice que no tiene ninguna de las marcas habituales y sí que nos ofrece como única alternativa otra con cannabis como ingrediente destacado e incluido en su propia denominación, a precio estratosférico. Aprovecha el monopolio farmacéutico en este día.
La cala, pequeña, tiene su encanto e invita a un corto paseo
y a un oteo del mar. Más largo lo hacemos ya en el puerto de Pollença, aunque
las nubes que tapan constantemente los rayos de sol y el viento gélido no
inducen a disfrutar de terrazas. Es la Mallorca invernal. Y el atractivo de
mayor renombre de la isla lo conforman, precisamente, su costa y playas.
Caminamos lo que podemos y comemos en uno de sus locales unas pizzas anodinas.
El pasado 7 de enero me incorporé como director al grupo El Periódico de Aquí, especializado en información comarcal, que ofrece tanto en soporte papel como en digital y que cumple 15 años en este 2025.
Puedes leer la noticia al respecto comunicada por el propio grupo pinchando este enlace
Mallorca siempre da para un nuevo viaje por muy reciente que haya sido el anterior. Los contrastes de la isla propician los descubrimientos y las búsquedas de lugares que escapen de las imágenes estereotipadas. En este caso, ¡qué mejor que una Mallorca invernal en plena sierra de Tramuntana! Y nada de hoteles en el litoral, sino la hospedería del santuario de la Virgen del Lluc como alojamiento.
Antes, eso sí, llega el aterrizaje con la compañía aérea Vueling, el coche de alquiler con Centauro (que te cobran 129 euros de más a devolver si entregas el vehículo con el depósito lleno de gasolina como lo recogiste) y una visita guiada por Palma. De aperitivo, genérica, y con el mercado de l´Olivar como meta con el objetivo de buscar la sobrasada con aspecto más sabroso -no me he podido resistir a la aliteración-.
Chocolate caliente para atenuar el frío que atenaza el cuerpo, espectacular entrada del cortejo de los Reyes Magos que enciende la ilusión, gradas llenas que confortan frente al viento externo… y, sobre todo, espectáculo. Puy du Fou, el parque temático -o viaje en el tiempo, como lo definen sus creadores- que recrea siglos de la historia de España en Toledo, se adentra en la Navidad.
No es época de actuaciones nocturnas, pese a la fama
atractiva de El Sueño de Toledo. El día acorta, el clima en el entorno yermo de
la capital toledana donde se sitúa este complejo -nada de atracciones por las
que lanzarse, solo historia narrada con una didáctica apasionante- anima a
recogerse y a disfrutar de lo mejor lo más protegido posible.
Este viaje tiene como principal objetivo Puy du Fou (en una próxima crónica lo contaremos); no obstante, lo tratamos de aderezar con el máximo de localidades toledanas posibles. Empezamos con Mota del Cuervo. El nombre, de nuevo -ya me pasó años atrás- me hace pensar en el castillo de la Mota, bastante alejado geográficamente, hasta que topo con la cruda realidad.
Además de la silueta de un cuervo en un monolito de la
rotonda que orienta hacia la colina, lo que destacan son los ocho molinos
tradicionales que se elevan en una colina cercana a esta población y hasta
donde subimos. Ganan desde lejos.
Me llega un mensaje mientras espero en la plaza de Los Luceros de Alicante. Cata me comenta que está a cuatro minutos. Yo llevo ya diez esperando por mi bisoñez en estas lides y mi usual afán de puntualidad. Él aparece seis antes de las 17 horas, momento previsto de la partida.
Me saluda cordial. "Ya que has llegado el primero, sube de copiloto", me indica afablemente. Con su porte musculoso y rondando la treintena, señala hacia una chica de unos 25 años que se aproxima y la identifica como otra de las viajeras. "Debe de ser María José", anticipa con acierto.
Casi a la par se acerca Carlos -el cuarto ocupante del vehículo- con su bolsa de viaje y el pelo castaño alborotado. Ya estamos todos listos para salir hacia Valencia en el Mercedes Coupé gris metalizado de Cata. Impoluto por fuera y por dentro. Digno de un Super Driver, como lo califica Blablacar, la web que agrupa pasajeros y conductores de vehículos privados. 170 viajes compartidos ha dirigido -no solo conducido- Cata.
Tercer día. Esta vez no hay lluvia, aunque el frío se mantiene como fiel compañero. Me bajo la aplicación de Bolt para reservar un coche con conductor que me traslade al aeropuerto al día siguiente. Y, sin más, me desplazo hasta el punto de inicio del recorrido contratado con Civitatis- que en Varsovia subcontrata a Walkative- por el gueto judío, el más grande de los ideados de manera macabra por los nazis durante la II Guerra Mundial.
El recorrido, sin ver mucho porque la mayoría de edificios fueron demolidos en el epílogo del conflicto bélico, permite sentir a flor de piel el sufrimiento de lo ocurrido. Para ello hace falta un buen narrador como el polaco de nombre francés y perfecto acento español Stephane. Intentamos comprender la situación de casi medio millón de personas hacinadas en poco más de tres kilómetros cuadrados y tratando de sobrevivir con una alimentación calórica que en el peor de los casos llegaba a una décima parte de la que necesita un adulto en un día.