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Esta mañana, en el paseo, descubro qué es la palmera pipa, porque me topo con las dos con el tronco más largo del palmeral. Se trata de un árbol inclinado hasta casi el punto de caerse si no tuviera un soporte, que en ambos casos es el tronco recortado de otra palmera. Transito entre caminos del palmeral que salen y entran del casco urbano.
Hoy, después del
desayuno, nos encaminamos a la etapa previa a nuestro destino de hoy: Santa
Pola. Nos cuesta aparcar, pero en cuanto lo hacemos y nos dirigimos al puerto
nos empiezan a gritar desde una de las casetas de venta de pasajes para los
catamaranes que se desplazan hasta Tabarca. ¡Va a salir ya! ¡Va a salir ya! nos
insisten.
Compramos los
billetes, a diez euros ida y vuelta, y subimos al barco que, cierto es, zarpa
de inmediata. Son poco más de las 11,30 horas y, tras un recorrido tranquilo,
nos plantamos en unos 25 minutos en la también conocida como Isla Plana, a poco
más de cuatro kilómetros del extremo de Santa Pola.
Desayunamos con ciertas dificultades, ya que no quedan mesas libres en el comedor, e iniciamos el paseo por la ciudad. En mi caso, el segundo del día. La primera visita tiene como destino la oficina de turismo, que, a estas horas, las 11,30, ya está abierta. Nos explican que por ser domingo los museos municipales tienen entrada libre y gratuita, aunque cierran a las 14 horas, excepto el yacimiento de l´Alcúdia, que lo hace a las 15 horas.
Nos ponemos a la
tarea. Primero recorremos el Museo Arqueológico, aunque ponemos más interés en
contemplar el palacio que lo acoge, el de Altamira, haciendo el camino de la
guardia por sus murallas y jugando una partida con un ajedrez gigante que se
halla en su patio de armas. Desde ahí nos dirigimos a los baños árabes y, poco
antes, a la torre de la Calahorra, con bastantes visitantes ambos, lo que
genera que recorrer espacios tan reducidos resulte algo más complicado. En
cualquier caso, como no nos sobra el tiempo, nuestro tránsito lo hacemos algo
acelerado.
Retornamos al hotel
para coger el coche (estamos a kilómetro y medio a pie más o menos de la
basílica) y dirigirnos al yacimiento de l´Alcúdia. Cuando llegamos, a las
13,40, la vigilante de seguridad nos insiste en que las 14,30 cierran (teóricamente
debería de ser a las 15 horas, según el horario oficial) y que se tarda dos
horas en recorrerlo, con gesto claro de aconsejarnos implícitamente que no nos
vale la pena.
Le insistimos en que
queremos ver el lugar donde encontraron la Dama de Elche. Nos da un plano y le
otorgamos prioridad absoluta a ese punto. Se trata de una visión simbólica, por
supuesto. En ese lugar ahora emerge una bonita réplica (la original está
alejada de su origen, en Madrid) elevada en una estructura construida para
realzarla.
Ponemos rumbo a Elche aunque con parada previa en Xàtiva. El objetivo no consiste en otear la panorámica desde las murallas de su emblemático castillo o pasear por su monumental casco urbano, sino en deambular entre los puestos de su Fira Borja y disfrutar de su arroz al horno clásico. Se trata de una escala en el camino, no de un final de etapa.
La feria, en la práctica, es la clásica recreación de casetas de
artesanía ambientadas en la época medieval. En este caso, con venta sobre todo
de baratijas y abalorios, y menos de comida, aunque le echamos el ojo a unas
pipas garrapiñadas.
Una vez en Xátiva, no podía faltar un tránsito rápido por su céntrica
Plaza del Mercado, reconvertida en una extensa terraza compartida por los
restaurantes que la pueblan. Hace un día soleado, espléndido para disfrutar de
un rato en uno de estos locales.
El arroz al horno lo degustaremos más abajo, junto al bloque del Gran
Teatro, en Moncho, un quiosco de comida que se expande por la acera del paseo.
El arroz no está pesado (un riesgo que corre de exponerlo a un exceso de
costillas, morcilla o tocino) y sí sabroso. Al principio parece seco, pero
conforme lo vas devorando ratificas que está en su punto.
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Cuarto día de camino. Hoy nos esperan menos kilómetros (18), aunque más intensos, ya que afrontamos la subida al alto de Labruja, pedregoso y con pendientes pronunciadas, con una subida de 315 metros de altura en alrededor de cuatro kilómetros. El calor resulta intenso desde que salimos, a las ocho de la mañana, tarde comparado con otros días, ya que necesitaremos menos horas para nuestro recorrido. El paisaje mejora con las etapas. Pasamos de nuevo por aldeas, aunque en este caso abundan los espacios boscosos, con sombras bajo las que guarecerse.
Paramos en Codeçal, en el único bar prácticamente que habrá antes de
Rubiaes, y almorzamos lo que cada día porque no hay más opción: un pequeño
bocadillo redondo de jamón york y queso. Nos atiende una curtida lugareña que
entre servicio y servicio se ocupa del cultivo de los terrenos colindantes.
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De nuevo una etapa en la que apenas hay
bares en el camino en los que aprovisionarse y con un recorrido que alterna
aldeas, tramos de carretera nacional y espacios boscosos, casi siempre sobre
adoquines. La novedad la constituyen los viñedos. Nos hallamos en el epicentro
de la zona productora del vino verde típico de Portugal, ligeramente espumoso.
Nos cruzamos con más peregrinos que en
etapas anteriores. Esto significa alrededor de una decena en los diferentes
tramos, no más.
A las siete de la mañana iniciamos la segunda etapa. La de hoy está previsto que sea más ligera que la de ayer, ya que consta de unos 20,5 kilómetros por terreno llano. Nos emplea unas cinco horas recorrerla. Al igual que el día anterior, no encontramos fuentes por el camino y hay pocos lugares de aprovisionamiento. También nos enfrentamos, en algunos tramos, a la falta de señalización, que se llega a prolongar alrededor de un kilómetro entre Sao Miguel y Sao Pedro de Rates y nos obliga a preguntar a un par de lugareños. Por esta zona nadie habla ni inglés ni castellano. Tú les preguntas despacio en tu lengua y tus interlocutores contestan al mismo ritmo en la suya. Con buena predisposición nos entendemos.
Paramos en un bar a almorzar sobre el kilómetro 10,5 ubicado antes de llegar a la aldea de Pedro Furadas. Se trata de un local muy familiar, donde nos atiende el hijo y nos cocina la madre lo más parecido que encontramos a un bocadillo a la plancha. Tal como nos está pasando en casi todos los sitios en los que hacemos alguna compra, hemos de pagar en efectivo, ya que no admiten tarjetas. Esto nos está empezando a generar un problema de liquidez, porque tampoco vemos cajeros en el trazado. En Oporto había bastantes, pero fuera de la urbe no observamos y tampoco podemos pagar con tarjeta.
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Comenzamos el recorrido de hoy, que se alargará unos 36 kilómetros, en la céntrica calle peatonal Cedofeita. En las guías dicen que el Camino está bien señalizado. La realidad, principalmente al inicio, nos demuestra lo contrario. Y, sobre todo, en la oscuridad. Existe una manifiesta escasez de indicaciones, tanto de conchas azules o en el suelo como de flechas amarillas.
En algún sitio, como cuando llegas a la capilla de Ramada Alta, si no te
guías por la especializada web Gronze resulta casi imposible saber que hay que
voltear el templo y continuar por una calle posterior.
Los primeros nueve kilómetros, hasta Araújo, transcurren entre búsqueda de
flechas y trasiego por espacios periféricos y aledaños de Oporto. Casi siempre
por calles adoquinadas, en las que la pisada no es homogénea, lo que empeora
lesiones como la de mi rodilla derecha. Es lo que hay. Cuando un peregrino se
lanza a recorrer el Camino nunca sabe lo que le espera y ha de afrontarlo con
espíritu alegre y resignado a la par. O eso pienso.
Después de tres años recorriendo etapas del Camino de Santiago Francés, el clásico, el que enlaza Roncesvalles con la celebérrima ciudad compostelana, decidí que me motivaba más conocer otra ruta diferente, con distintas características.
Tuve dudas entre afrontar un tramo del Camino del Norte o inclinarme por el
Camino Portugués, que me venía atrayendo desde hace más tiempo. Así que mi
opción fue este último. Y mi objetivo, recorrer el trazado central (no el de la
costa) entre Oporto y la frontera con Galicia, hasta Valença do Minho.
De este modo, aterrizo en la urbe del Duero y del estadio Do Dragao en un vuelo de Air Europa. La amabilidad de los vigilantes de seguridad del metro nos facilita el acceso a billetes a la mayoría a quienes vamos a coger un transporte sobre el que no vemos paneles informativos ni mapas en la estación. La estación del aeropuerto de Oporto es en superficie, como la mayoría de aquellas por las que pasaremos hasta Trindade, en el centro urbano y a un kilómetro de distancia de nuestro albergue, el Wine Hostel.
Sobre las calles adoquinadas que caracterizan Oporto y los municipios
periféricos, como pronto comprobaremos, van subiendo y bajando cuestas las
maletas hasta llegar al alojamiento. No es un albergue de peregrinos al uso;
más bien se trata del clásico youth hostel donde los horarios de descanso no
coinciden con los de reposo habitual de usuarios del Camino de Santiago, que
sobre 22,30-23,00 horas ya apagan luces para madrugar al día siguiente. Aquí el
trasiego nocturno no nos dejará apenas pegar ojo.
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En Aqaba la sensación de bochorno se tiene desde el amanecer prácticamente, más aún que en los otros puntos de Jordania que venimos de recorrer. Vuelvo empapado de un breve paseo matutino para contratar, junto al diverso y a la vez cohesionado grupo que formamos en este viaje, un recorrido de buceo para mañana. Por 30 dinares (unos 37 euros) estaremos cuatro horas, con comida incluida, para ver la variopinta fauna marina que da fama al mar Rojo. Eso será mañana.
Hoy, después del desayuno en el hotel Marina Plaza, nos damos
un respiro en la piscina. Cada 20 minutos hay que entrar y permanecer un rato
dentro del agua. El calor no permite aguantar más tiempo bajo las sombrillas.
La mayoría de mujeres se sumerge con vestido completo y el pelo cubierto. Dos
monitores con un acento inglés que suena bastante británico (inusual en este
viaje) amenizan la mañana con bailes y sesiones de gimnasia.
Imagen característica carretera jordana |
Y aquí, en este complejo de Tala Bay, voy a hacer la otra profundización en las costumbres árabes (la primera es el hammam) que intento que no se me escape cuando visito algún país musulmán (también en los que no son árabes). Me voy de barbero. Además, tengo suerte. Cojo en el propio Tala Bay a un profesional de elevada cualificación. Me afeita a conciencia con brocha, navaja y jabón y luego repite el proceso con polvo de talco y maquinilla eléctrica. Orejas, orificios de la nariz -incluso por un agujerito característico que tengo bajo ella me introduce una aguja, supongo que para quitar un pelillo-, cejas… Finaliza con una limpieza facial y lavado y peinado. Por siete euros me deja la cara rasurada al máximo, como la de un imberbe.
O, mejor escrito, la denominada Pequeña Petra, el lugar donde desviaban a las caravanas, hacían pagar una tasa a sus componentes (el guía nos insiste en que la casa de impuestos más antigua del mundo es una especie de templete excavado en la pared por delante del cual pasamos) y les ofrecían comida y alojamiento.
Efectivamente,
en cuanto a construcción, parece una recreación en miniatura de Petra, con un
pequeño pasaje al estilo siq de unos 200 metros. Se trata básicamente de subir
un par de escaleras talladas en las paredes del desfiladero y contemplar los
restos de cisternas, de la citada casa de impuestos y de un templo.
Calor
asfixiante que nos sirve de ensayo para lo que viviremos mañana en la gran
Petra. Antes, toca alojamiento en el hotel y visita a un hammam local, algo que
siempre intento convertir en imperdible cuando visito un país árabe.
Al finalizar la sesión de hammam |
Iniciamos una jornada de viaje largo intercalada con visitas relevantes y alguna no tanto. Desde el mar Muerto nos dirigimos hacia Madaba, una ciudad de alrededor de 75.000 habitantes conocida por tener el monte Nebo en su cercanía y el mosaico cartográfico más antiguo descubierto, del siglo VI, en su iglesia de san Jorge. El primero de estos lugares está envuelto entre la leyenda y la historia y, principalmente, las referencias bíblicas que has ido escuchando desde la infancia.
Moisés, su
visión de la conocida como Tierra Prometida para su pueblo en la diáspora, su
muerte...el ascenso al monte Nebo gira en torno a esta circunstancia, a
situarnos en el punto desde el que se supone que el profeta contempló el lugar
donde si iba a instalar la numerosa comitiva que lo acompañaba desde Egipto y
la que se fue sumando en su búsqueda del espacio indicado donde asentarse. Una
panorámica que impresiona más por este relato que por lo que se observa, con la
ciudad de Jericó al frente.
Vista desde el monte Nebo |
También
resulta interesante saber la historia de los franciscanos que han preservado
los diferentes templos allí construidos o que han estado durante siglos
buscando infructuosamente la tumba de Moisés.
A la salida
del recorrido nuestro autobús, por una iniciativa de esas de guía turístico que
da un giro a los acontecimientos, nos para en una fábrica de mosaicos para que
nos expliquen su elaboración artesanal, como dos mil años antes. Nos insiste en
que no es para comprar; no obstante, después del relato de cómo confeccionan,
llega esa larga media hora en la que nos sumergen en una tienda en toda regla,
con el té de obsequio y con el guía sin ninguna prisa por marcharnos.
Después de tres horas y media de conducción desde Valencia hasta el aeropuerto madrileño Adolfo Suárez -por primera vez contratamos el servicio de aparcacoches-, cuatro horas y media de vuelo para aterrizar en Estambul, 30 minutos de carrera por el Ataturk debido al retraso de Turkish Airlines en el primer trayecto para empalmar con el segundo hacia Amman, y dos horas y media más de transporte aéreo, aterrizamos en la capital jordana sobre las 23,30 horas.
Aunque nos
ahorramos el trámite del visado individual al ir en grupo, sufrimos esa
dependencia colectiva, ya que la maleta de una de las personas con la que nos
han agrupado no ha llegado a destino. Toca llevar a cabo el siempre penoso
trámite de reclamar, con la espera grupal consiguiente.
Asomamos a
la enorme plaza situada junto al aeropuerto reina Alia. Primera imagen de
Jordania. Trasiego de gente, animación, conversaciones...a la una de la noche.
Mientras nos
desplazamos, casi entre penumbras, alrededor de una hora hacia nuestro hotel,
ubicado junto a la orilla que este país tiene en el mar Muerto, el guía nos va
regando con una lluvia de información sobre Jordania en nuestro refugio de aire
acondicionado que constituye el autobús.
Después de un paseo matutino circunvalando Évora y bordeando sus murallas, nos desplazamos en dirección a Lisboa, aunque no para llegar a la capital portuguesa. Nos pararemos 30 kilómetros antes, en Setúbal, ciudad portuaria con alrededor de 130.000 habitantes. Discurre casi todo el trayecto por autovía. Ocho euros cuesta utilizar el tramo entre Évora y Setúbal.
Llegamos sobre las 12 horas, por lo que nos resulta bastante complicado
encontrar aparcamiento céntrico. No vemos subterráneos y las zonas azules están
cotizadas. Al final, con pago a gorrilla incluido, lo dejamos en la céntrica
avenida Luisa Todi, que atraviesa la ciudad a lo ancho, en paralelo a la
costa.
También nos cuesta hallar una oficina de turismo y, mientras andamos, nos
topamos con el típico trenecito que te pasea por los puntos urbanos más
interesantes. Nos subimos y durante parte del trayecto nos hace una visita
particular, ya que no hay más pasajeros. Te cobran seis euros el viaje, y siete
el día completo para subir y bajar a tu antojo en alguna de sus diez paradas.
No funcionan los audífonos, con lo que se nos queda la visita incompleta. Sí
que nos sirve para percatarnos de que los encantos, como mínimo en el recorrido
del trenecito, no abundan.
Vamos a lo largo por la avenida Todi y, desde ella, empalmamos con la de
José Mouriño, en honor el polémico entrenador de fútbol originario de Setúbal.
Esta última vía urbana sí que discurre en paralelo a la bahía, que tiene la
curiosa capacidad de juntar el río Sado y el océano Atlántico.
Último día de estancia onubense. Nos despedimos de la hacienda donde nos hemos alojado, y de Frank, su propietario neerlandés, y nos encaminamos hacia la frontera con Portugal, aunque antes de traspasarla haremos una parada en Isla Cristina. Visitamos la lonja de venta de pescado, aunque cuando llegamos ya está casi todo vendido. Nos da tiempo a contemplar básicamente cómo una bandada de gaviotas se hace con los despojos que han quedado.
El sol empieza a hacer algo más que caldear el ambiente, de manera que
caminamos por el paseo de las Flores y por algunas calles peatonales del casco
urbano, además de aprovechar para tomar unas coquinas, como aquí denominan a lo
que para los valencianos son las pechinas.
Con Isla Cristina damos por concluido nuestro periplo por Huelva y enfilamos el portugués, que se centrará en Évora, la capital de la región del Alentejo. Nuestra primera etapa será Serpa, una precioso ciudad cuyo casco urbano se halla amurallado, con epicentro en su castillo medieval, y que guarda preciosos plazas con espacios a la sombra que albergan pequeñas terrazas para disfrutar protegido del sol, aunque no tanto del calor. Casas blancas y lugares con encanto que se encuentran zigzagueando entre sus callejuelas. El citado castillo sorprende por su espigada muralla, que se alarga por un lateral del patio de armas y abraza edificios cercanos.
Y de Serpa nos trasladamos ya a nuestra base en Évora, a poco más de hora y
media de distancia en dirección al centro de Portugal.
Y hoy, nueva jornada de calor intenso, tenemos programada la visita al Parque Minero de Riotinto, otro de los lugares emblemáticos de la provincia y, creo que por desgracia, poco conocido en el conjunto de España pese a su singularidad, como mínimo, nacional.
Nos cuesta más o menos una hora llegar, siempre en dirección hacia Badajoz,
al interior, hasta el municipio de Ríotinto. Lo primero que hacemos es recorrer
el museo, que reproduce un trazado de mina de la época romana, porque estas
explotaciones son bimilenarias, sobre todo para extraer cobre, aunque también
otros muchos minerales dada su fertilidad. Observamos también un curioso vagón
de tren que en principio lo iba utilizar la reina Victoria pero que acabó
destinado a esta empresa minera de dirección inglesa que en los siglos XIX y XX
se ocupó de arrebatar a la tierra todos los minerales que consiguió y, en ese
empeño, en dar trabajo a miles de personas, en condiciones que hoy nos
parecerían bastante más que reprobables. Aunque eso ya es historia.
Y así nos lo expresan los paneles informativos, los vestigios de la
maquinaria que empleaban, el relato de la matanza que hubo tras una protesta
masiva de los pueblos de la comarca y otros muchos detalles.
Desde ahí, antes de subir al tren minero, nos desplazamos con el coche unos
kilómetros para subir hasta el mirador de Cerro Colorado, desde donde se divisa
una imponente mina a cielo abierto que en la actualidad, desde hace unos años,
se encuentra en explotación. La panorámica resulta imponente, de esas que no se
olvidan en años.
El recorrido por la provincia de Huelva comienza en Moguer, la localidad en la que comprobaremos, prácticamente desde el mismo momento en que bajamos del coche, que el Nobel de Literatura Juan Ramón Jiménez es el hijo pródigo y su legado está presente casi en cada esquina. Junto al monasterio de Santa Clara, en uno de sus laterales, emerge la tranquila estampa de una reproducción del célebre burrito Platero en hojalata. Nos cruzaremos con unas cuantas más.
Por desgracia no podemos entrar el citado monasterio, uno de
los edificios más imponentes de esta población de algo más de 20.000
habitantes, ya que celebran un evento en su interior y lo han cerrado al
público. Por tanto, vamos directamente al siguiente hito: la casa museo del
escritor, que no la natalicia. En la que visitamos permanecen los recuerdos de
la vida y obra del autor de Platero y yo; en la que nació, por lo que nos
informan en la oficina de turismo, ofrecen más el contexto económico.
Mientras nos acercamos los versos del poeta despuntan en
elegantes placas en diferentes tramos urbanos. Nos guían hasta su hogar. Allí
cuesta que nos abran la puerta. La persona encargada de los visitantes
permanece en un despacho interior y solamente acude a abrir si insistes
pulsando el timbre. Pronto comprobamos que en Huelva, a poco que cada núcleo
familiar lo componga un mínimo de tres personas, siempre compensa sacar la
entrada familiar.
La casa museo muestra, en diferentes estancias, los avatares
de la existencia vital y literaria de Juan Ramón Jiménez y su inseparable
esposa Zenobia. Podemos contemplar sus aposentos, su enorme colección de
publicaciones, leer sus periplos por países como Estados Unidos o Cuba y sentir
su orgullo al recibir el Nobel ya en la etapa final de su vida. Moguer rinde un
precioso tributo a su ciudadano más universal que ayuda a admirar su figura.
Artículo publicado en la página 23 del ejemplar de julio de El Periódico de Aquí
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Artículo publicado en el número de julio de 2022 de El Periódico de Aquí